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F-16: reflexiones sobre una compra impresentable


Durante el último tiempo se ha debatido, aunque no con la suficiente profundidad, sobre la compra de aviones de combate F 16 por parte del Gobierno de Chile.



Al respecto debe tenerse presente el comercio de armas está explícitamente excluida del sistema de la Organización Mundial de Comercio (OMC). De hecho, el artículo XXI del Acuerdo General sobre Comercio y Tarifas (GATT), explícita que ninguna disposición debiera vulnerar la protección de la seguridad nacional, y que además los países no tienen obligación de informar sobre la materia. Así, el negocio se realiza en una nebulosa favorecida por la inexistencia absoluta de regulaciones.



Esta falta de control se hace sentir con especial fuerza en Chile, un país donde las ramas castrenses tienen un gran poder, que han utilizado para enviar poderosas señales que inhiben a los actores o que, en este caso, imponen criterios poco sensatos que desplazan del centro las preocupaciones más urgentes de nuestra sociedad.



Nos enfrentamos sin duda a un tema sensible. La compra de los F16 se encuentra inserta en el comercio de armas, el negocio más importante del mundo occidental.



En 1999 el gasto militar planetario alcanzó los 809 mil millones de dólares. Este inmenso flujo de dinero favorece a las naciones más desarrolladas, que financian sus propias carreras armamentistas vendiendo material bélico a las naciones menos poderosas. En 1998, se transfirieron al Tercer Mundo armas por un valor que supera los 23 mil millones de dólares, proviniendo el 85% de estas exportaciones de los cinco países que conforman el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, organismo encargado de velar por la paz mundial.



De este modo, el gasto militar de los países pobres se ha incrementado en un 19% y Estados Unidos aumentó sus exportaciones militares hacia ellos en más del 50%. Lo más sorprendente es constatar que los 191 mil millones de dólares gastados cada año en las Fuerzas Armadas por los países en vías de desarrollo superan los recursos destinados a las áreas de educación y salud.



Esta civilización, descrita como de raíces cristianas, nos enfrenta a una desoladora realidad. Pero más crudo aún es constatar que el gobierno chileno, de inspiración progresista y que invoca con frecuencia al pueblo en sus discursos, haya decidido comprar 12 aviones cazabombarderos F-16 para la Fach, los que se suman a la compra de 130 tanques Leopard alemanes para el Ejército y de los costosos submarinos Scorpene para la Armada.



En una época de urgencias por la difícil situación económica de las familias menos protegidas, resulta indignante el gasto de 700 millones de dólares en estos aviones, a los que se deben sumar los intereses bancarios, la capacitación técnica del personal de la Fach y otros gastos que muy probablemente harán subir los costos totales de dicha adquisición a más de 1.200 millones de dólares.



Todo esto sucede en Chile, un país en el que, cuando se somete a proceso a un militar, o se le sorprende en situaciones irregulares, las Fuerzas Armadas lanzan de inmediato el intimidante comunicado del «irrestricto apoyo institucional» al uniformado en entredicho.



Sin embargo, ante la falta de trabajo que daña a tantas familias chilenas, no hay ninguna voz que se refiera a la locura de gastar tanto dinero en aviones de combate. El Ministerio de Hacienda, austero frente a las demandas de los empleados públicos o de un aumento en los gastos sociales, se muestra indolente frente a la millonaria adquisición.



¿Quién se beneficia de este despropósito? Ni los pobres ni los cesantes, ni menos el equilibrio bélico de la región que deberá poner millones de dólares sobre la mesa para equiparar la compra chilena.



Ya sabemos, el poder ejecutivo ha permitido que las fuerzas armadas vuelvan a imponernos discutibles criterios, propios de un grupo con una posición privilegiada en la trama de la feble democracia chilena. Pero lo más grave es que el gobierno ha desnudado sus verdaderas y escalofriantes prioridades, gastando 700 millones de dólares en país donde un tercio de los niños está bajo la línea de la pobreza.



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Marcel Claude es economista y director ejecutivo de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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