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Lecciones desde Alaska


Justo cuando el Tratado de Libre Comercio (TLC) entre nuestro país y Estados Unidos parecía consagrarse sin contrapeso real, las autoridades del gobierno de Alaska lanzaron un potente dardo en contra de las exportaciones chilenas.



En su declaración, este estado apoyó fuertemente la imposición de restricciones y un alza en los impuestos al salmón de nuestro país, debido a que sus regulaciones en materia laboral son más estrictas que las chilenas. Esto, asociado a un menor costo de producción de nuestro salmón, afirman, los haría menos competitivos.



Esta no es la primera vez que la industria salmonera nacional recibe acusaciones del país del norte. Sólo hay que recordar la tormenta de imputaciones por dumping ambiental que debieron enfrentar los productores chilenos en Estados Unidos desde mediados de los 90. Hoy la campaña vuelve a tomar fuerza y puede ser el inicio de una escalada de la industria norteamericana, todo por un solo motivo: la producción de salmones chilenos no internaliza los costos ambientales y sociales.



Casi la totalidad de las exportaciones de salmón a Estados Unidos corresponde al tipo cultivado, a diferencia del producto norteamericano que se concentra en el tipo silvestre. De hecho, en esta modalidad Alaska es el empleador privado más grande de la región, mientras que el salmón cultivado está prohibido en la zona a fin de proteger el medioambiente.



Se trata de una realidad radicalmente distinta a la chilena. Aquí no existen bases sólidas para un desarrollo sustentable de la actividad, pues se utilizan sistemas muy poco aceptables desde el punto de vista social y ambiental.



En el patio trasero de la salmonicultura chilena, los impactos físicos, químicos, biológicos y paisajísticos de sus procesos productivos se hacen sentir con fuerza en el sur del país. La emisión de nutrientes, como el fósforo (P) y el nitrógeno (N), vertida al ambiente vía alimento, facilita el proceso de degradación de las aguas y produce cambios en sedimentos y comunidades acuáticas.



El uso exagerado de antibióticos y los escapes de salmones de los centros de cultivo, junto con la introducción de especies exóticas importadas de otros países, significan transmisión de enfermedades a la fauna silvestre y potencialmente al ser humano.



Además, la expansión de la industria salmonera ha traído como consecuencia la ocupación de importantes zonas costeras con balsas jaulas para el cultivo de estas especies. La faena productiva de esta industria implica tráfico de camiones, muerte de especies nativas, residuos de agua sangre, instalaciones estéticamente inapropiadas, cambio en la transparencia de las aguas y una abierta desvalorización del paisaje.



Para contradecir estos argumentos, habitualmente se asocia al vertiginoso aumento de la producción de salmones en Chile su contribución al desarrollo de la Décima Región. Pero bastaría con revisar algunos antecedentes. En primer lugar, en la última década se ha despedido aproximadamente al 40% de los trabajadores de los centros de cultivo, debido a cambios tecnológicos.



Por otro lado, los beneficios de la industria acuícola no han sido traspasados a los trabajadores y, por el contrario, su distribución es altamente regresiva. Las industrias de salmones también han producido una mayor presión sobre los recursos pesqueros y sobre el uso competitivo de éstos, lo que ha disminuido sistemáticamente la captura artesanal.



Además, se está provocando un cambio estructural reflejado en una disminución de los trabajadores que antes se dedicaban libremente a esta actividad y que hoy trabajan como obreros en los centros de cultivo y empresas elaboradoras de salmonídeos. Hombres, que para subsistir, y que tradicionalmente estaban dedicados a la pesca, a la recolección de mariscos y algas y a la agricultura en pequeña escala, han tenido que emigrar y pasar de una categoría, en la que eran dueños de su propia subsistencia, a una dependencia de terceros.



Por estas razones es fundamental que Chile aclare si la competitividad de su industria de recursos naturales, especialmente la dedicada al cultivo de salmón, es real o se produce ficticiamente como resultado de la no internalización de los costos ambientales y sociales.



A pesar de que el gobierno de George W. Bush insista en que las materias laborales y medioambientales no deben matar el espíritu del libre comercio, los reclamos de Alaska podrían calar más hondo que las acusaciones formuladas en 1997 y podrían transformarse en cuestionamientos más profundos al sistema laboral chileno, aspecto no menos importante a la hora de negociar un TLC con Estados Unidos.



Nuestro país jamás alcanzará la meta de internacionalizarse si no cumple con las exigencias laborales y ambientales que ello implica. Es hora de entenderlo, antes de que el bloqueo empiece a pasarnos la cuenta a los ciudadanos actuales y futuros de una república que crece, hasta el momento.



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Marcel Claude es economista y director ejecutivo de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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