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Emilio


Conocí a Emilio Meneses en la bienvenida a la promoción 1984 del Balliol College, Oxford, durante mi tercer año allí con la beca para refugiados. De pie, en el extremo opuesto de la sala, estaba el becario de la dictadura que venía a estudiar relaciones internacionales.



A pesar que la iluminación de la sala no era excesiva, mantuvo puestos los anteojos de sol durante la recepción. Vestía camisa blanca y corbata larga, pantalones grises y una chaqueta azul. Era flaco y atlético. Tenía los ojos oscuros y el pelo negro. En suma, por un instante vi en él a la imagen temida y temible del funcionario de la Central Nacional de Informaciones (CNI). Recuperé la calma. Avancé a saludarlo, estreché su mano y cruzamos algunas palabras de cortesía.



Al tiempo, Emilio y la madre de sus hijos me invitaron a comer. Fue la suya la primera casa chilena no-exiliada, más bien pinochetista, que conocí. Di así un paso inicial hacia Chile, el país que dejara a los 18 años y al cual había decidido regresar cuando finalizara mis estudios. Recuerdo la fiesta del bautizo de su preciosa hija mayor, en la casa que arrendaba en la campiña oxoniense. Ese día, encerrado con él y sus amigos chilenos en la biblioteca, participé por primera vez en una discusión política firme y acalorada, pero cortés, entre gobiernistas y opositores, sobre las masivas protestas ciudadanas contra los militares.



Años más tarde, cuando Emilio me lo ofreció, subcontraté espacio en su contenedor para trasladar también mis cosas desde Inglaterra. Cuando llegaron a Valparaíso, él las trajo con las suyas a su casa en Santiago y desde ahí hasta mi departamento. Incluso, semanas más tarde, me devolvió dinero, diciéndome que por un mal cálculo había cobrado de más. Poco antes del plebiscito de 1988, durante una reunión social, un colega de Emilio en la universidad pontificia de Santiago mencionó lo que hoy está en boca de tantos: «En la Universidad le corren que estuvo en el Estadio Nacional. Lo acusan de torturador».



Tampoco entonces consideré que tuviera razones para prejuzgar a Emilio. Del lado nuestro, el opuesto al de Emilio, cuántos cayeron, cuántos fueron vejados, cuántos vieron sus vidas destrozadas por meras habladurías, por acusaciones sin el respaldo del debido proceso. No quería por ningún motivo caer en lo mismo. En suma, si bien de forma distante, durante casi 20 años he tenido con Emilio un trato regular, deferente y franco, que no tendría sentido ahora distinguir de la amistad.



La denuncia por torturas lanzada por una de sus presuntas víctimas en el Estadio, otro profesor universitario, cogió a Emilio hace un par de meses como a la hoja el huracán, un espectáculo ante el cual la naciente sociedad civil chilena ha reaccionado con dos certezas y una sorpresa. Unos están seguros de que corresponde ahora promover su escarnio hasta el ostracismo; esto es, condenarlo a la pena de muerte cívica, marginarlo de toda vida pública. Otros tienen la convicción opuesta: que casi 30 años después de los hechos sólo cabe perdonarlo y olvidarlo.



Estas son las certezas. La sorpresa la han dado aquellos que creen, contra Bobby Kennedy, que es posible engañar a toda la gente todo el tiempo. Condenan a Emilio mientras conviven públicamente con otros cuyo poder durante la dictadura fue infinitamente mayor, y que ocupan hoy altos cargos públicos y privados.



Condenar a Emilio o perdonarlo: ambas posiciones son inteligibles. Pero no me siento cómodo en ninguna de ellas. El fondo del asunto es la tortura; no el torturador, ni mucho menos un ex torturador. Para ser algo más exactos, lo que importa es la posición que la sociedad chilena tome frente a la tortura. La tortura merece siempre solo el repudio más enfático, definitivo y universal, sobre todo cuando la víctima está prisionera e indefensa ante agentes del Estado, en particular aquellos a quienes la sociedad ha confiado el monopolio sobre el uso legítimo de las armas y la fuerza.



Dolorosamente los chilenos estamos aprendiendo que respecto de la tortura solo una posición es aceptable: rechazarla sin reservas. Esa es mi única certeza. ¿Pero qué se sigue de ella respecto de Emilio?

La soledad es mala consejera. Mi amigo no ayudó a nadie, y ciertamente no se ayudó a sí mismo, respondiendo a la acusación alegando que él solo interrogó pero que no torturó. En el Estadio Nacional se torturó. Todo Chile lo sabe. Y Emilio también lo sabe. Durante el gobierno de Pinochet, el Sumo Pontífice tuvo que purificar el Estadio antes de celebrar allí misa. Falta, por ello, un pronunciamiento suyo respecto de éste, que es el asunto de fondo.



Un rechazo suyo de la tortura sería, para que nos entendamos, patriótico. Emilio siempre estará a tiempo de condenar la tortura de forma enfática, definitiva y universal. Aún si él mismo torturó, y obviamente también si no lo hizo.



Cuando lo haga, además, el sufrimiento del hombre de cincuenta que es ahora, del padre de familia y del universitario, lo distanciará del muchacho sin experiencia, brutal, iracundo y cegado por la ideología que él también pudo haber sido a los veinte. Pero, me temo, en medio del huracán que está arruinando su vida, mi amigo aún no entiende que ése es ahora su deber.



El mundo de Emilio se desploma. Difícilmente podrá continuar en la academia. De poco servirán ahora el magister de Georgetown, el doctorado de Oxford y la cátedra Zenteno que le financia el Ministerio de Defensa. Ni siquiera su oposición reciente al aumento del gasto público en armamentos le servirá de algo ahora. Mirando hacia atrás junto a él, sospecho que ha llegado la hora que Emilio siempre temió. Emilio ha entrado en su Estadio. Y, con él, la sociedad civil se está interrogando a sí misma.
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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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