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El mar muerto


En el imaginario de la humanidad, el mar aparece inicialmente como el caos primordial, el peligroso líquido donde quedaron las cosas a las que la creación no alcanzó a darles forma, el espacio sin límites que rodeaba a la isla que era el cosmos, el mundo ordenado, jerarquizado, habitable y gobernable.



Luego el océano se fue convirtiendo en un espacio de tránsito y de comercio. Como las caravanas se aventuraban por los desiertos, los navegantes intentaban abrirse paso hacia las tierras del oro y de las especias, y los piratas los acechaban para arrebatarles la carga. Las escaramuzas de los corsarios eran impelidas por la misma codicia que llevó al choque de los imperios y potencias, que reconvirtieron el mar en un espacio estratégico que era necesario controlar, por lo que se transformó también en escenario de grandes combates navales.



Las aventuras en el mar dieron lugar a una frondosa narrativa, desde La Odisea en adelante. En su etapa crepuscular, el océano generó -como parodia de los grandes poemas que se le dedicaron en otros tiempos- sólo discursos y palabras muertas: la invocación retórica a sus potencialidades productivas, que ya estaban en vías de agotarse, y el recuerdo desvaído de epopeyas navales que se iban borrando ante denuncias ecologistas, nada épicas, que alegaban contra la devastación del mar y el asesinato de sus especies. Las últimas hazañas navales fueron las de las embarcaciones de Green Peace que intentaban impedir la matanza de las ballenas.



El mar fue también, desde siempre, un espacio de muerte. Recuerdo la escena de Moby Dick en que Ismael visita la capilla de Nueva Bedford donde encuentra las «calladas islas de hombres y mujeres que se habían sentado mirando fijamente varias lápidas de mármol, con bordes negros, incrustadas en la pared…» Esas tumbas estaban vacías y recordaban a hombres muertos y perdidos en puntos remotos del océano. Los deudos, especialmente las mujeres que visitaban esas desoladas lápidas, llevaban en el rostro la marca de «las heridas de sus corazones incurables».



La escena aquella, de la más grande de las novelas marinas del siglo XIX, parece anunciar algo de nuestra traumática historia de fines del siglo XX, en que el mar se usó como sepultura sin lápida para disolver los cuerpos y borrarles los nombres.



La imagen de lugar caótico, inexplorado e infinito que antes tuvo el océano, fue traspasada luego al espacio exterior, al que se aventuraban tímidamente algunas sondas y naves tripuladas, encontrando sólo planetas y satélites muertos: ninguna isla habitable a la que aferrarse en caso de naufragio.



Entretanto el mar, resumidero de desperdicios y campo de ensayos nucleares, el mar sobreexplotado y envenenado, terminó por morirse. Sus aguas pesadas y negras ya no pudieron seguir sustentando a los peces, a los mamíferos ni a los pájaros. Era un caos inmóvil, incapaz de generar nuevamente la vida que una vez emergió de él.



Sobrevivió apenas como metáfora en el nuevo gran océano virtual que envolvió al planeta. Se siguió hablando, en efecto, de navegaciones y de piratas que saqueaban datos y se apoderaban de los flujos de información que circulaban por la red. Ahí se encontraban, en efecto, todas las nuevas rutas comerciales: el dinero, convertido en pulsos electrónicos, iba y venía instantáneamente, posándose de vez en cuando en un terminal y dejando alguna ganancia, como esas extintas aves marinas que detenían su vuelo en algún islote depositando allí su guano, que después fue convertido en oro.



En lugar de las pesadas mercaderías que antes transportaban los cargueros, ahora se transferían las patentes y las fórmulas para reproducir determinados productos o sintetizar minerales, o la información genética a partir de la cual era posible producir alimentos de origen vegetal o animal.



Los grandes puertos, con sus grúas enmohecidas, sus almacenes, bodegas y sus cascarones de barcos carcomidos, se convirtieron en condominios habitados por jubilados que se entretenían evocando viejos boleros en los que el mar aparecía como espejo del corazón de los amantes, o jugando a ejercer oficios extintos, como los de pescadores y marinos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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