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En el país de las sonrisas


El país miraba con desconfianza la campaña publicitaria que se había diseñado para infundirle optimismo. Lo pronósticos sobre los resultados de esta campaña eran bastante pesimistas. Por medio de unos spots pretendían convencernos de que todo puede mirarse desde un punto de vista positivo: Ä„Qué maravilla! Ä„Tengo varias enfermedades catastróficas! Ä„No me aceptan en ninguna Isapre! Y como estoy en la ruina, mis hijos no van a pelearse por la herencia. Voy a dejar a mi familia endeudada. Así me recordarán por mucho tiempo.



Parecía redundante promover publicitariamente el optimismo. Todos los mensajes publicitarios rezumaban juventud, vigor, alegría de vivir y euforia, lo que contrastaba con los rostros mustios, las expresiones tensas, los dientes apretados y el ceño fruncido de la gente.



Alguien recordó las revistas que en sus buenos tiempos editaban los países socialistas: Hungría progresa, Rumania avanza, Albania prospera, Alegrías de Moscú, publicaciones pletóricas de fotos de proletarios sonrientes, tractoristas dichosos, atletas saludables, operadores de gigantescas usinas y represas, llenos de fe en el presente y el porvenir. Ahí estaba la imagen de la felicidad que debía otorgar el Estado. En nuestra publicidad, en cambio, están la dicha y la satisfacción que debiera entregarnos el mercado.



Con el loable propósito de aminorar este contraste violento entre la utopía publicitaria y el mundo real, un alcalde contrató a decenas de cesantes para que se pasearan por las calles con la cara llena de risa. Los famosos se plegaron a la campaña, que se hizo mucho más agresiva. Se trataba ahora de segregar a los tristes, de hacerles sentir su derrotismo y depresión como un estigma.



Y se produjo el milagro: nuestras ciudades se fueron llenando poco a poco de rostros sonrientes. Había allí una buena oportunidad de negocios, y se promovió turísticamente a Chile como «el país de la eterna sonrisa». Y en verdad, si uno se fijaba en los rostros de la gente veía dibujada en ellos una sonrisa tipo, estandarizada, inalterable.



La gente seguía haciendo lo que siempre había hecho, pero ahora sonriendo. Se deprimían, acariciaban o golpeaban a sus hijos y cónyuges, amaban y odiaban, competían con buenas malas artes en el trabajo, vagaban por las aefepés intentando jubilar, ganaban y perdían plata, se sometían a feroces regímenes para adelgazar, se autodestruían con el trabajo, el trago o la droga, todo con el rostro sonriente.



Se reveló que una empresa, por precios tan módicos que debían ser subvencionados, confeccionaba máscaras con los mismos rasgos del cliente, pero con una inalterable sonrisa de oreja a oreja. Los administradores del optimismo nacional intentaron desmentir esos «absurdos rumores», pero ante las pruebas contundentes optaron por declarar que daba lo mismo, que el país siempre había sido pura máscara y apariencia, y que en todo caso era mejor tener una fachada sonriente que una triste.



El problema fue el alarmante aumento de suicidios, de personas que se desangraban en la tina o se colgaban de una viga y quedaban allí, con sus imborrables sonrisas. Se determinó entonces que la cruzada por el optimismo nos había despojado de la tristeza y la melancolía, que eran los únicos fundamentos de nuestra frágil identidad. Las máscaras de felicidad eran dañinas y el Ministerio de Salud recomendó a la gente quitárselas.



Sin embargo, cuando algunos intentaron hacerlo se dieron cuenta de que éstas se les habían encarnado, y ahora eran como un injerto, imposible de sacar por otros medios que no fueran costosas intervenciones de cirugía plástica que sólo unos pocos podían pagar.



De ahí en adelante quedamos condenados a cargar con la sonrisa falsa y eterna, que permanecía impresa en la sepultura, aun después que nuestros cuerpos desaparecían del mundo.



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