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Del «affaire» Arancibia a la modernización de la Defensa Nacional


El rápido reemplazo del almirante Jorge Arancibia en el cargo de comandante en jefe de la Armada ha dejado dos lecciones fundamentales.



La primera, que resulta imprescindible profesionalizar al máximo la conducción militar de la defensa nacional. Para ello debe desarrollarse una agenda modernizadora que, entre otras cosas, aleje a los altos mandos de la deliberación política y los aboque de manera exclusiva a sus funciones institucionales.



La segunda, que se precisa de dirigentes políticos sólidos, firmemente anclados en los principios y conductas democráticas, para afianzar un liderazgo civil en el sector Defensa. Que se comporten en el modelo de lo hecho por el Presidente de la República para solucionar el problema, cuya claridad y resolución contrasta con el instrumentalismo político exhibido por la Unión Demócrata Independiente y la desorientación inicial del Ministerio de Defensa.



Luego de diez años de gobiernos democráticos, resulta francamente inconcebible que el poder civil no pueda exhibir un consenso político expresado en una agenda modernizadora, que marque de manera taxativa el rumbo estratégico en la gestión del sector. Más aún cuando el país se encuentra totalmente normalizado en el funcionamiento de sus instituciones políticas, presenta un impecable desarrollo democrático en todo el resto de las áreas, y las secuelas que restan del golpe militar del siglo pasado se han acotado debidamente al Poder Judicial o ámbitos administrativos adecuados.



Nada de lo que ahora se deje de hacer en materia de modernización del sector defensa puede ser imputado directa o indirectamente al golpe militar de 1973 o a las relaciones cívico-militares. Ello se debe exclusivamente a un déficit de política sectorial.



La profesionalización de las Fuerzas Armadas



Hoy no es posible pensar que el desarrollo doctrinario de las Fuerzas Armadas es previo a su modernización institucional o a la reforma de la administración del sector defensa. Inevitablemente ese es un proceso que debe darse de manera armoniosa y conjunta para ser exitoso.



De nada vale afirmar que existe profesionalización si, en la práctica, el poder civil no está en condiciones de asegurar un control eficiente de la gestión profesional en los nuevos escenarios estratégicos, o no puede ejercer efectivamente sus potestades disciplinarias. Lo uno y lo otro dependen de mecanismos que en la actualidad o no existen o están inhibidos. Tal es el caso de la potestad disciplinaria del Presidente y el Ministro de Defensa sobre los altos mandos cuando éstos faltan a sus deberes.

En una democracia, lo esencial es que la posesión física de la fuerza de que legítimamente está investido el Estado ha sido confiada a unas instituciones, las Fuerzas Armadas, entrenadas y especializadas para ejercerla cuando el poder civil lo determine.



A cambio, ellas deben estar imbuidas de valores y prácticas que se tipifican como obediencia, no deliberancia, jerarquización y disciplina y que son valores y normas que deben orientar permanentemente la vida militar.



Ese proceso de desarrollo doctrinario y entrenamiento técnico sobre el uso de la fuerza es lo que se denomina profesionalización. Y constituye algo mucho más profundo que la simple pericia técnica en el manejo de las armas o la teoría de la guerra que tienen los militares. Implica cumplimiento estricto de deberes no sólo en la realidad, sino también en sus apariencias. Como dice el Reglamento especial de disciplina de la Armada, «La disciplina también está basada en la veracidad, elemento fundamental de la vida naval. Nada influye más que la veracidad de las palabras y de los hechos para obtener la confianza y estimación de los superiores, compañeros y subalternos».



Por ello, todos los reglamentos de disciplina del mundo así lo contemplan. En el caso de Chile, el artículo 1ÅŸ del Reglamento de Disciplina de las Fuerzas Armadas señala que «El ejercicio de la profesión militar (…) reside principalmente en los sentimientos del honor y del deber (…) sentimientos que, desarrollados en forma conciente, deben impulsar a todo militar, de cualquier grado y jerarquía, hacia el estricto cumplimiento de todas sus obligaciones».



Refuerza este principio el artículo 13 del mismo Reglamento, que señala que «Todo militar, sin distinción de grado, deberá tener acendrado culto por la verdad y la practicará en todos los actos de su vida. La falta de veracidad es tanto más grave cuando mayor sea la graduación del que la cometa». En esas obligaciones está no mezclarse en política, señalado expresamente en el artículo 28 del mismo Reglamento.



No cabe duda que el almirante Arancibia infringió, en la realidad y en las apariencias, los Reglamentos de Disciplina de las Fuerzas Armadas, y en especial el de la Armada de Chile. Pero también, que el hecho fue superado por la claridad y decisión del Presidente de la República, y la aceptación razonada del almirante Arancibia a la solución presidencial. Porque el caso podría haber derivado hacia una crisis «tipo Stange» debido a las restricciones constitucionales que en la actualidad tiene el Presidente para ejercer medidas disciplinarias cuando se trata de los comandantes en jefe o de los oficiales superiores de una rama.



Por lo mismo, no tiene sentido seguir discutiendo sobre el Almirante Arancibia y su aún inexperta y breve incursión en la política. Al menos en materia de desarrollo institucional, el affaire Arancibia ha quedado inscrito como el ejemplo palpable de lo que no pueden ni deben hacer los militares con la investidura que el país les ha entregado. Aunque no se diga muy a menudo, son empleados públicos, pagados con dineros de todos los chilenos, y sujetos a un estatuto profesional que les obliga de manera especial a respetar las instituciones.



Lo importante ahora es ver si los parlamentarios y el gobierno son capaces de generar las condiciones constitucionales y políticas para que ello no vuelva a ocurrir. Para que se devuelvan al Presidente las atribuciones legales que cualquier democracia moderna otorga en estas materias a sus mandatarios. Para que la Nueva Ley Orgánica del Ministerio de Defensa ponga una administración civil en forma para el sector y no se quede a medio camino entre la autonomía corporativa de las Fuerzas Armadas y un débil control civil. Para que las diferentes ramas se orienten a un sistema de planificación conjunta, que introduzca procesos modernos en materia de personal, sistemas de armamento, despliegue territorial de fuerzas. Para que los dineros que el país tiene que gastar en mantener sus Fuerzas Armadas sean empleados con eficiencia. Dineros que no son pocos para una economía en crisis, con enormes déficit en salud, educación e infraestructura.



La aventura de la UDI



No habrá modernización de la defensa mientras no exista consenso político entre las fuerzas de gobierno y oposición acerca de cuáles deben ser los principios que deben guiar el comportamiento de las Fuerzas Armadas.



Ahí está el error de la UDI. No sólo intervino de manera irresponsable en el comportamiento del almirante Arancibia y, además, ha tratado de minimizar y justificar lo que hizo, ya sea apelando a argumentos jurídicos o simplemente ironizando acerca de «la angustia» , «desesperación» o «exageraciones» de la Concertación y del Gobierno.



Con ello ha demostrado que doctrinariamente no pasa aún de ser un grupo de políticos jóvenes, inexpertos y aventureros, para quienes las instituciones del Estado son meras referencias instrumentales, susceptibles de ser transadas en el mercado de la política.



La profesionalización de las Fuerzas Armadas es un asunto de Estado, por lo que cuando se juega con ella se está jugando con el destino político del país. Es un principio que está fuera de discusión en las democracias modernas. También lo es la ética democrática, que exige de los políticos profesionales un respeto irrestricto a las instituciones.



En esta oportunidad a la UDI se le pasó la mano. Ninguna consideración ética acerca del buen desarrollo institucional y político del Estado. Ninguna consideración ética con sus aliados de Renovación Nacional, a través de conductas que inspiren la base de confianza necesaria en toda coalición política. Ninguna transparencia frente al país ni menos consideraciones éticas acerca de la verdad. Además, pusieron en la parrilla al almirante Arancibia, quien -en una lectura fina de todas las declaraciones UDI- queda como un novato ansioso de entrar en la política, cazado en sus propios errores.



Todo eso la inhabilita como una fuerza política responsable, capaz de aspirar a ser gobierno. Si instrumentaliza a las Fuerzas Armadas para solucionar una contienda electoral con sus aliados, infringiendo los principios más básicos de una democracia, es de suponer que está dispuesta a hacer cualquier otra cosa. Este ha sido el ejemplo de Fujimori, Montesinos, Salinas de Gortari, Bucaram y otros depredadores insaciables de las instituciones democráticas en la región.



La lección histórica es tremenda. Y si ha terminado bien hasta ahora es porque primó la convicción democrática y el liderazgo del Presidente Lagos y la decisión razonada del almirante Arancibia de alejarse del cargo. Pero que nadie se llame a engaño. La comedia puede continuar y desengañar definitivamente a la ciudadanía. El camino del debate parlamentario para buscar responsables o inhabilitar a Arancibia no es el correcto. Puede llevar una vez más a un callejón sin salida y sin ningún resultado práctico. Aquí lo correcto es tomar el toro por las astas, hacer un consenso civil con la UDI incluida, y poner a los militares a trabajar en lo suyo, lejos de la política. Cualquier otra salida es eludir el problema de fondo.



* Abogado, cientista político y analista de defensa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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