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Respetar el medioambiente como límite a la libertad de empresa


La libertad de empresa, como cualquier otro derecho de libertad, está sujeta a los límites que suponen, por una parte, su finalidad y, por otra, el no perjudicar a los demás.



Se trata sencillamente de favorecer en el ámbito de las relaciones económicas y mercantiles el desarrollo individual y social de la persona (tanto al titular de la libertad, el empresario, como a su destinatario final, el consumidor) y de potenciar todas las posibilidades derivadas de su condición.



Como queda implícito en su formulación esta finalidad no puede reducirse a un puro «economismo» (la economía por la economía), sino que ha de orientarse a la satisfacción del bien común y de articularse en un contexto de solidaridad intra e intergeneracional. No existe mejor ejemplo que la problemática ambiental para poner de relieve tal necesidad.



Dicho límite deriva de la exigencia de evitar poner en peligro la salud y la vida de otras personas, máxima que condiciona también la legitimidad de todo comportamiento humano. De esta forma, las actividades empresariales, que no son más que otro resultado del quehacer humano, no pueden estar ajenas a estos principios.



De todo ello se desprende que la legislación ambiental no puede interpretarse como un gravamen artificial y externo a los derechos económicos, ni tampoco como una restricción arbitraria y caprichosamente impuesta por el poder público, sino, por el contrario: es una medida cuya imposición responde a la imperiosa necesidad de proyectar en la realidad legal una exigencia inherente a la propia libertad de empresa, una exigencia implícita en cualquier comportamiento empresarial, individual o colectivo.



Desde un punto de vista ético o psicológico, la concreción de una normativa ambiental ayuda a que los empresarios acepten los requerimientos ambientales a los que debe ser sometida su actividad.



Esta es la razón por la que hay que insistir tanto en ella, sobre todo en países como el nuestro.



No se trata de una cuestión liviana, sobre todo si nos convencemos de que el primer condicionante del cumplimiento de la legislación ambiental radica, precisamente, en la exigencia de un alto grado de concientización en los sujetos gravados, las empresas. Y en materia de protección ambiental, quizás más que en cualquier otro campo de ordenación de las conductas privadas, resulta muy fácil comprobarlo.



Las empresas, en general, y las que extraen bienes directamente de la naturaleza o son productoras de manufacturas, en particular, han estado y están en el objetivo de la gran mayoría de medidas que se toman para preservar la degradación del medio ambiente. Al menos hasta ahora así ha ocurrido en nuestro país.



El paradigma utilizado hasta el momento sacraliza una relación causa-efecto y podría resumirse en la pregunta siguiente: ¿cómo puede el funcionamiento de las empresas ayudar a la mejor protección del medio ambiente? Y la respuesta la dan las reglamentaciones, los instrumentos económicos, las inspecciones y las sanciones e incluso la calificación penal de algunos episodios. Y eso es bueno. Es bueno y necesario. Tan bueno y necesario como la aplicación mesurada y racional del principio de precaución, tantas veces violado por exceso y por defecto.



Entonces, dada la realidad de las empresas chilenas resulta difícil apoyar el cambio a la ley 19.300 de Bases del Medio Ambiente que ha propuesto el recién nombrado ministro de Economía, Minería y Energía, Jorge Rodríguez Grossi.



El deseo por parte de esta autoridad de establecer normas ambientales o estándares de calidad ambiental mínimos, las que deberían ser respetadas por las empresas, a través de un «compromiso» escrito resulta técnicamente muy cuestionable, sobre todo cuando se habla, por ejemplo, de explotación de bosque nativo o de protección de flora y fauna silvestres.



En la misma línea anterior, las experiencias de los países desarrollados muestran que establecer estándares ambientales como único instrumento regulador no es socialmente costo efectivo. Por otro lado, nada garantiza que las empresas respeten esta normativa sólo por el hecho de firmar un «compromiso», menos aún cuando todavía no se cuenta con un instrumento económico eficiente que establezca sanciones al no cumplimiento de dicha normativa. Esto es especialmente importante en sociedades como la nuestra donde las multas e impuestos son vistos por los empresarios como desincentivos a la inversión y aumento de costos en lugar de incentivos ambientales.



El cambio propuesto por el nuevo triministro será sustentable cuando el número de empresas que adopten una actitud proactiva respecto al medio ambiente sea considerablemente mayor al que ahora hay en nuestro país. El ministro habla de aligerar la traba burocrática ambiental de Chile, tal como lo han hecho los países que han alcanzado un ingreso per cápita de cinco mil dólares al año, pero se olvida que en dichos países, junto con el aumento del ingreso per cápita también ha aumentado el gasto en protección ambiental.



Las empresas deberían abordar en forma positiva la relación entre economía y ecología, pasando de las adquisiciones teóricas a las medidas practicas. Incluso desde una aproximación de libre mercado, una gestión que integre decididamente al medio ambiente, es una opción con futuro.



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Marcel Claude es economista y director ejecutivo de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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