Publicidad

A patadas con la perra


La televisión nos muestra el panorama de la sociedad globalizada y nos da el consuelo del mal de muchos. En todo el mundo hay corrupción, contaminación y violencia. Y hemos visto notas sobre mujeres golpeadas en España, dentro de la culta, civilizada y próspera comunidad europea.



La violencia intrafamiliar crece o se hace más visible. Ocurre hasta en las mejores familias. Antes se la consideraba una lacra del bajo pueblo, donde la falta de educación, las necesidades más elementales de la sobrevivencia y el alcoholismo desataban las reacciones instintivas. Ahora hemos visto que hasta a la Clínica Las Condes llegan niños salvajemente golpeados.



Parece que la familia, o lo poco que va quedando de ella, se usa como resumidero de frustraciones, o como una especie de punchingball donde descargar toda la rabia que se acumula en el trabajo, en un medio laboral cada vez más competitivo, exigente, controlado, donde hay que cumplir metas y entregar resultados y soportar ambientes humanos enrarecidos, cuando no turbios.



Es gráfica la expresión llegar pateando a la perra. Describe la reacción del tipo que después de una jornada de 12 horas en la que ha tenido que soportar jefes y jefas arbitrarios, reglas absurdas y clientes mañosos, llega a su dulce hogar para descargar su rabia con su inocente mascota. El trabajo del perro o del gato tal vez sea ése: recibir la patada del dueño de casa que tiene que pagarles los pellets y el veterinario. Después de todo, esos animales han pasado todo el día echados al sol o rascándose las costillas.



En una notable novela sobre el Santiago de los años 50, Calducho, de Hernán Castellanos, se describe a los vendedores de ese entonces. Recibían al cliente con un gesto de fastidio. Hacían ver su molestia por haber sido interrumpidos en su conversación con la cajera o en la tarea de resolver el puzzle del diario. Si uno se regodeaba mucho y pedía varios pares de zapatos o pantalones para probarse, ladraban. Y pobre de ti si te ibas sin comprarles nada.



En esos tiempos la violencia se administraba de otra manera. El dependiente de una tienda, el mozo, el funcionario minúsculo, el que atendía en la caja del banco, descargaban sobre el cliente todas sus frustraciones: ser empleados menores, ganar una miseria, sufrir las injusticias de los jefes y las postergaciones del sistema.



Ahora el cliente ha pasado a ser objeto de idolatría. Deben prodigársele las mejores sonrisas, el trato más amable. Las empresas ilustran sus folletos promocionales con fotos de su personal sonriente, dispuesto a entregar la atención más esmerada, a satisfacer hasta el menor antojo y capricho del cliente y a soportar sus berrinches.



Vino entonces la venganza del cliente que se está desquitando de los muchos años en que sufrió los malos tratos de mozos y empleados.



Mientras tanto los jefes siguen siendo intocables. Ante esta situación, la pregunta es ¿a quien patear? El perro es la primera víctima, pero no la única.



Sin desconocer los derechos de los animales, pienso que cuando los golpes afectan a los niños o a la pareja se pasa a una situación patológica, que en estos momentos tiende a hacerse epidémica. Y la violencia al interior de la familia no sólo se da en la forma de maltrato físico, sino en las muchas maneras que hay de transmitir y proyectar nuestros propios desagrados y miserias, que terminan por hacer de la casa un lugar tan inhóspito y turbio como la oficina de la que venimos huyendo.



___________________



Vea otras columnas del autor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias