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Un palacio para la globalización


El Palacio Leopoldskron fue construido el año 1744 como su residencia de verano por el príncipe-arzobispo de Firmain, Leopold Anton, en lo que hoy es Salzburgo, la ciudad de Mozart. Conocido por el estilo rococó de sus salones y recámaras, el Palacio fue morada de los principes-arzobispos durante mas de un siglo; luego pasó a ser propiedad de familias pudientes de Austria, y en plena decadencia fue adquirido por el empresario aleman del teatro Max Reinhard.



Hoy se le conoce tambien como el Palacio de Max, pues fue él quien lo restauró y convirtió en un activo centro cultural y social durante el período de entreguerras. Posteriormente, el palacio fue confiscado por los nazis, y tras la derrota de éstos la viuda de Reinhard lo entregó a un grupo de soñadores estudiantes de Estados Unidos que establecieron allí el Seminario de Salzburgo, hasta hoy famoso como un lugar de reconciliación y encuentro entre Europa y EEUU.



A lo largo de los últimos 50 años han pasado por el seminario —que en realidad consiste en una serie de reuniones y eventos— personalidades intelectuales como la antropóloga Margaret Mead, el economista John Kenneth Galbraith, el poeta Robert Lowell, o reconocidas figuras políticas como el Presidente checo Vaclav Havel y el líder de la Socialdemocracia alemana Helmut Schmidt.



Por lo que a mí toca, asisto aquí, en el palacio Leopoldskron, a una reunión organizada por las fundaciones Carnegie, Ford, Luce y Rockefeller sobre el futuro de la educación superior. Hay académicos y especialistas de todas las regiones del mundo: de Noruega a Sudáfrica, de China a Canadá, de Kirguistán a Australia, de Argentina a la India. Somos 30 personas provenientes de las más diferentes realidades históricas, linguísticas y culturales, y sin embargo hablamos de problemas y soluciones comunes. Ä„Quizá en eso consiste la globalización!



Problemas comunes: La expansión de los sistemas de educación superior, el tránsito hacia una enseñaza superior masiva, la explosión de instituciones post-secundarias de todo tipo, la escasez de recursos fiscales para seguir financiando como hasta ayer esta enorme empresa colectiva, el ingreso de las fuerzas del mercado al ámbito de la educación terciaria, los déficits de equidad y la desigualdad de acceso a las universidades, el deterioro que ha experimentado el sentido de bien público que necesariamente debe tener la universidad, y la falta de correspondencia entre los programas y títulos, por un lado, y las demandas del mercado laboral por el otro.



Otros temas son la dificultad de los países en desarrollo para mantenerse al día en los campos mas avanzados de la investigación, la necesidad de generar mecanismos de control de calidad, la crisis de identidad de las antiguas universidades públicas en America Latina, la pobreza de las instituciones del continente africano.



Pese a las naturales diferencias nacionales y de contexto socioeconomico y cultural, los mismos problemas aparecen en todos los paises emergentes del mundo: Vietnam, Chile, Hungría, Nigeria o Rusia. La globalización nos confronta con similares desafíos. Nadie está solo en el mundo. El riesgo, por tanto, reside en aislarse y creer que debe haber soluciones absolutamente nacionales e idionsincráticas, tal como ayer se pensó en la posibilidad de una ciencia africana o una tecnología brasileña.



Soluciones comunes: También las soluciones empiezan a enunciarse en un lenguaje global. Hay que conducir la transición hacia sistemas masivos, evitando que se deteriore la calidad de la enseñanza ofrecida. ¿Cómo hacerlo? Creando procedimientos de autoevaluacion de la calidad y de información y acreditación que hagan más transparente el mercado de la enseñanza superior. Hay que generar más oportunidades para jóvenes y adultos que requieren formación post secundaria, y para eso es imprescindible fomentar la oferta privada, pues los gobiernos por sí solos no están en condiciones de financiar sistemas masivos de calidad.



Hay que diferenciar los sistemas, dando cabida a distintos niveles institucionales y haciendo más flexibles los programas y títulos, de modo que cada persona pueda definir individualmente su propia trayectoria formativa. Hay que aceptar que sólo unas pocas universidades dentro de cada país podrán adquirir el grado de complejidad y sofisticación propios de una universidad de investigación (research university): las demás deben definir su misión en torno a la docencia, la erudición y el servicio a la comunidad.



Hay que estrechar la colaboración internacional, pues sólo de esa manera será posible evitar que se profundice la brecha de conocimiento digital que divide al mundo contemporáneo.



¿Basta entonces con adoptar cualquiera de estas fórmulas y aplicarla? Evidentemente no.



El hecho que exista una perspectiva global para las soluciones no significa que su adopción pueda hacerse uniformemente en los distintos países. Cada uno tiene que elegir y adaptar, y en consecuencia, tiene que crear su propia política y modelo de desarrollo de la educación superior. El riesgo de no hacerlo es caer en el simplismo de imaginar que sólo existe una vía hacia el futuro, y que ella se confunde con la vía seguida por el poder rector del mundo, Estados Unidos. De allí hay mucho que aprender, sin duda, pero muy poco que se pueda copiar.



Por eso, concluyó nuestro seminario del palacio Leopoldskron, los países necesitan invertir en la construcción de capacidades nacionales —analíticas, institucionales, de investigación y de capital humano— que sirvan como plataforma para hacerse parte de la naciente econonomía del conocimiento y la sociedad global de la información.



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