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Política y dinero: sacar el velo


Las grandes democracias han construido modelos estrictos para regular y hacer más transparente el financiamiento de la política. La cuestión no es secundaria, y se relaciona con romper hipocresías, lógicas de cooptación y extorsión entre empresas y políticos, evitar el tráfico de influencias, dar igualdad de oportunidades, evitar el despilfarro y avanzar en la confianza ciudadana.



Hay tres elementos comunes en las legislaciones de Europa, Norteamérica y otras latitudes. El primero es dar a conocer el origen de los fondos de campaña, para que el ciudadano pueda discriminar quiénes están detrás de los candidatos, qué grupos de presión u organizaciones los apoyan, y a quiénes representan.



Las campañas tienen costos, y hay que comprender que el esfuerzo de comunicar y lograr adhesiones implica gastos. Lo contradictorio en Chile es que esto se asocia a los grupos económicos. En EEUU, Inglaterra o España se acepta públicamente y y con contabilidad fiscal que los principales donantes de demócratas, laboristas y socialistas son las grandes organizaciones y centrales sindicales.



Hay candidatos progresistas que reciben apoyo de grupos ambientales, asociaciones de consumidores, de ciegos o pequeños propietarios agrícolas, y sus agendas son coherentes con esos intereses.



En Chile, la cultura de centroizquierda muestra mucha pasividad al respecto. De hecho, la enorme asimetría entre la campaña de Lagos y la de Lavín se debe a la ausencia de una práctica de los movimientos sociales progresistas de comprender que las candidaturas requieren aportes. Los candidatos progresistas financian sus campañas esencialmente mediante aportes personales de amigos, profesionales, empresarios medianos y funcionarios por la vía de cotizaciones.



La relación con empresas es secundaria por razones obvias: la ideologización de nuestros empresarios, que los vincula en un 90 por ciento con la derecha, y la molestia con nuestra agenda reguladora, redistributiva, a favor de una mayor fortaleza de los sindicatos, los consumidores y las minorías.



Sin embargo, estas agrupaciones desconocen que desde los años 90 no hay aportes de las internacionales socialista y socialcristiana a los partidos, que la Concertación ha sido coherente en rebajar y no mal utilizar los fondos reservados del Estado, y que sus líderes, con pocas excepciones, no tienen relaciones incestuosas con el mundo empresarial.



En la derecha hay hipocresía en el tema. Son cientos de millones de pesos que se evaden en cada campaña por la vía de aportes indirectos y directos a las campañas conservadoras, y es conocida su relación de los grupos económicos que se enriquecieron con las oscuras privatizaciones bajo la dictadura y muchos intereses corporativos.



Hay que hacer más transparentes estos procesos. En EEUU es público que la industria del tabaco, los complejos de armamentos y la industria petrolera son los principales financistas de los republicanos. No es extraño, entonces, que Bush quiera volver atrás en las políticas de desarme, que se oponga al control de emisiones que afecta al petróleo y que sea más permisivo con el tabaco.



En otras culturas, como la escandinava, donde se encuentran los países menos corruptos del mundo y que tienen mayor integración social con equidad, se opta por prohibir y limitar los aportes de empresas para asegurar una mayor independencia de presiones de su clase política. Con ese objetivo se financian las campañas y la actividad política, que es el segundo rasgo a comentar.



Sus virtudes son varias: con financiamiento público se democratiza la actividad política, ya que los partidos pueden sustentar sus campañas y evitan lo que ocurre en Chile, donde personas talentosas se inhiben de ser candidatos por falta de recursos; también desalienta que en los partidos se construyan poderes fácticos vinculados a empresas (el caso de la UCC es paradigmático), y permite que nuevas agrupaciones sociales y regionales puedan contestar el establishment.



En Chile, la UDI niega esa posibilidad con el argumento falaz que no se pueden distraer recursos para combatir la pobreza, cometiendo la segunda mayor hipocresía nacional -después del rechazo al divorcio, aunque algunos de sus conspicuos abogados tramiten nulidades-. La UDI gasta millones y evade, pero construye un discurso público distinto.



Sin miedo a ser impopulares, hay que aceptar, por el bien de nuestras instituciones y la transparencia de la democracia, que pueda existir un financiamiento mínimo de la actividad política, como lo propone el propio CEP, institución académica de centroderecha que reconoce que ese procedimiento ayudaría a dar mayor autonomía a los partidos y evitar las extorsiones -tu me das, y yo legislo a tu favor-.



Si esto no es posible hay otras alternativas, como enriquecer las formas públicas de apoyar la difusión de las propuestas y agendas de los candidatos. Hoy lo único que existe es la franja televisiva en el mes final, que permite difundir sólo eslóganes generales y no representa la diversidad territorial. El Estado debería invertir en prensa, radio y televisión regional para que se conozcan las agendas de los candidatos, y de paso contribuir a levantar nuestros alicaídos medios regionales.



Finalmente está el tema de la limitación del gasto, donde el gobierno ha puesto énfasis. Tiendo a coincidir con Salvador Valdés, del CEP, en que esto es secundario si existe clara transparencia y apoyo a la difusión de los programas de los candidatos. Es un tema relevante, porque el despilfarro ha llegado a niveles insultantes. Está en nuestra retina la contienda Allamand-Bombal, y prevemos los millones de dólares (no exageramos) que constará la competencia Piñera-Arancibia, al menos en la contratación masiva de activistas y muralistas -que por lo menos ayudará a aliviar la cesantía en la Quinta Región Costa.



Para sacar el velo a nuestro sistema y lograr coherencia en nuestra búsqueda de transparencia, tanto en el mercado como en los partidos, la derecha debe abrirse a esta modernización.



La UDI inventó un nuevo argumento en contra: que debería además regularse el gasto del Estado. No juguemos con la inteligencia de los chilenos. Chile es el país menos corrupto de América Latina porque existen altos niveles de control a las acciones de organismos públicos y municipales.



Controlar la política es el tema y es fácil; basta dar nuevos poderes de fiscalización de gasto de campañas al servicio electoral (como una superintendencia de partidos políticos) y permitir que los ciudadanos puedan tener acceso a los diversos programas, a lo que realmente representan los candidatos, con transparencia y tiraje a la chimenea.



Hay que construir este consenso para rescatar del descrédito una actividad esencial de una democracia sana.



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