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Notas sobre la alegría


A propósito de la entrevista que se realizó el domingo en la noche en TVN al nuevo presidente de la Democracia Cristiana y ex Presidente de la República, Patricio Aylwin, quisiera compartir aquí una reflexión motivada por la majadera insistencia de un entrevistador frente a Aylwin sobre la alegría que, a su entender (del entrevistador), no llegó.



Desde luego, en primer lugar, el concepto de alegría remite a un estado temporal del alma, por lo tanto, a una percepción subjetiva que por principio no es uniforme, que puede ser cambiante, esencialmente coyuntural y que se basa en una relación cotidiana con la realidad a partir de datos objetivos.



Alegre no significa necesariamente, por ejemplo, risueño ni carcajeante. Tampoco le es consustancial la condición dicharachera, aunque todos estos elementos puedan estar presentes. Se puede pasar por un estado de alegría antes de uno de tristeza y luego nuevamente volver al estado anterior. Los motivos pueden ser diferentes para provocarla, es decir, no hay una sola y única razón para ella. Y como los elementos objetivos a partir de los cuales se despierta son innumerables, disímiles y de diferentes entidades, y todos se refieren a la vida humana, por definición imperfecta y carente de la plenitud -que sólo se logra, para los creyentes, en la vida eterna-, no es posible que exista en la tierra un «continuum» eterno de alegría.



Todo esto a propósito de la ya tan manida y poco original frasecita -que no deja de ser un sofisma simplón, impropio de un análisis de buen nivel- de que «la alegría no llegó», con la que contradictores de dentro y de fuera de la Concertación pretenden desvirtuar lo que se ha hecho y logrado y devaluar las enormes y cuantiosas alegrías que se han sucedido para millones de chilenos concretos en estos once años de democracia conducida por la coalición.



¿No siente alegría el periodista que ahora puede interpelar a discreción a un Presidente, a un ministro, a un comandante en jefe de las Fuerzas Armadas ante millones de telespectadores? ¿ No siente alegría la diputada que ahora se puede despachar a su gusto, con razón o sin ella, dentro y fuera del Congreso, en contra del gobierno, de los políticos, de los intendentes, de los funcionarios públicos o de quien sea? ¿Hay o no alegría en las pobladoras cuyos hijos hoy tienen textos de estudio gratuitos y computadores en sus escuelas? ¿O los ancianos que desde el 1 de julio son atendidos gratuitamente en el sistema público, o las señoras que hoy reciben un trato digno y con tiempos mínimos de espera en los consultorios? ¿Y los pequeños empresarios que gracias a la gestión internacional del gobierno hoy exportan a nuevos mercados desde las regiones más apartadas? ¿Y los artistas, la juventud que por miles acude a las citas culturales, o quienes hoy tienen reconocido su derecho a ver, oír y leer lo que les plazca? ¿No sentimos alegría cuando podemos votar -y por ende «botar»- a los diputados, senadores y al propio Presidente, según sea nuestra preferencia?



En fin, no se puede enumerar todo, ni recordarlo todo, como la reducción de la inflación del 27% al 4% (lo que significa un bono por persona del treinta por ciento del sueldo), de la pobreza del 43% al 20%, etcétera, etcétera.



Así como hay alegrías, también hay tristezas, como la de uno de cada diez chilenos que no encuentra empleo, o de los que teniéndolo, no les es suficiente o temen perderlo. Eso también forma parte de la vida cotidiana, y genera estados del alma. Pero decir e insistir en que «la alegría no llegó» es, por decir lo menos, abusivo y desde luego muy mezquino.



Y si alguien pretende que los chilenos andemos por las calles dando saltos y cabriolas de felicidad a toda hora, es que no conoce ni la idiosincrasia de este país, forjada en nuestra condición isleña mirando al mar desde la cordillera, ni tampoco acaba de entender que los diecisiete años de dictadura han dejado una impronta que costará varias generaciones borrar.



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Héctor Casanueva es embajador de Chile ante la Aladi.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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