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Adictos al capitalismo


A menudo se nos condena, a los que fuimos jóvenes en los años 60 y 70 del siglo XX, por todas nuestras claudicaciones y renuncias, por la reconversión de hippies en yuppies, de guerrilleros en funcionarios, por el acomodo y el aburguesamiento. Pero tal vez uno de los más grandes sacrificios que ha hecho una generación en este país, fue el de renunciar a los sueños utópicos para seguir viviendo en una realidad chata, empobrecida por la prosperidad y sus apariencias. Porque a pesar de todo y aún con esa mutilación esencial del sueño y del proyecto, queríamos seguir viviendo.



Digo esto a propósito de una discusión que leí en estas columnas, sobre si el capitalismo es un ámbito de explotación, o de crecimiento y desarrollo. Esta polémica me llevó a revisar mi propia experiencia concreta del capitalismo, que creo que al menos en parte es compartida por otros de mi generación.



Nos guste o no, hemos tenido que aceptar que el capitalismo es el único sistema posible en el mundo material y simbólico que el mismo capitalismo ha modelado. No hay otro sistema que responda mejor que el capitalismo a su propia lógica y a su racionalidad. El sabe reproducir con admirable nitidez su imagen en el espejo de los indicadores que él mismo ha diseñado y que manipula para demostrar su eficacia.



El opio del pueblo



Siento que sólo el capitalismo puede satisfacer en forma real o virtual, las necesidades y las adicciones que él mismo ha creado e implantado en todo el mundo, a veces en forma brutal. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, con el consumo del opio, impuesto en China a sangre y fuego por las invasiones, que a partir de 1840, realizaron los ingleses con la ayuda de otras potencias europeas y de los Estados Unidos.



Esos mismo países que en su momento usaron las armas para asegurar el comercio libre de estupefacientes, ahora los prohiben y persiguen. Es raro que lo hagan porque la heroína y la cocaína son los productos ideales, de acuerdo con la lógica del capitalismo. Su demanda no sólo está asegurada por la adicción que producen, sino que tiende a crecer, por el aumento de tolerancia que generan en el consumidor, que necesitará cantidades cada vez mayores del producto, para obtener la misma satisfacción, y aún así estará siempre dispuestos a comprarlo al precio que le pidan. Tampoco requieren de costosas campañas publicitarias ni de promoción para conquistar nuevos mercados.



¿Por qué entonces la droga es ilegal?



Sospecho que es porque la droga es una metáfora demasiado elocuente de la dinámica del consumo en la sociedad capitalista. El ideal del sistema es un mercado de adictos a la Coca Cola, a las papas fritas, la salsa ketchup, etc, o en su defecto de consumidores sin la capacidad crítica necesaria para resistir los elementales mensajes publicitarios. De ahí el empobrecimiento de la cultura.



Nadie les dio a elegir



Si el capitalismo es un ámbito de desarrollo y crecimiento, lo cierto es que se impuso sobre la anulación de muchas otras alternativas de desarrollo y crecimiento. Las guerras coloniales, abrieron a cañonazos los mercados de Asia, África y América a los productos manufacturados del primer mundo, y reorganizaron industrialmente la producción de materias primas en esos continentes, imponiendo, entre otras cosas, el monocultivo en gran escala. Con eso arruinaron las economías locales, basadas en la pequeña agricultura y en las artesanías domésticas, que si bien eran altamente ineficientes de acuerdo a la lógica del lucro, aseguraban, en muchos casos la autosuficiencia de pequeñas comunidades, fuertemente integradas.



Es cierto que en esas comunidades las expectativas de vida no eran altas, pero es posible que la vida allí, aunque breve, tuviera la coherencia cultural de que hoy carecemos, y fuera llena de sentido, de aquel sentido de que han sido vaciadas las modernas sociedades capitalistas.



Nadie les dio a elegir a todas esas poblaciones arrasadas, si querían optar por las oportunidades de crecimiento que les ofrecía el capitalismo. Simplemente se les impuso esta bendición.



En fin, el capitalismo tiene una historia criminal y un presente en el que subsisten prácticas éticamente inaceptables. Pero es parte de la construcción de nuestro mundo imperfecto, y no hay otro sistema que pueda administrar mejor las pulsiones, ansiedades y las adicciones que son la sustancia de nuestra vida.



Me produce, sí cierta claustrofobia. La hegemonía mundial del capitalismo no deja alternativa. No hay para donde arrancarse. Antes existían las fronteras con otros mundos, los ámbitos salvajes a los que se podía huir. Ahora las únicas vías de escape están en la droga, el trago, el suicidio y otras formas de marginalidad y autodestrucción, que por cierto han aumentado en forma dramática.



Confieso que soy adicto al capitalismo. Yo no lo elegí pero tengo que vivir en él y considerarlo como otra de las tantas fatalidades a que estamos expuestos: como el desgaste, la caducidad, el dolor, el envejecimiento y la muerte. Lo acepto, pero sin tragarme el cuento de que es el mejor sistema posible o lo más parecido al paraíso a lo que podemos aspirar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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