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Un autoflagelante va al siquiatra II


Como autoflagelante seguía agobiado por ese grave desorden mental, por lo que volví a visitar al renombrado sicoanalista José Joaquín Brunner, quien había escuchado pacientemente mis dolencias síquicas antes de recetarme posología y tratamiento inmediato.



Para él la Concertación (una secta religiosa a la que pertenezco) «no padece de cáncer terminal. Su enfermedad consiste en un quiebre en su salud mental provocado por los autoflagelantes«. Y bueno, esa era mi enfermedad.



Iniciamos el tratamiento de inmediato, a partir de una asociación libre de ideas. Le expliqué que no quería ser un autoflagelante, pues son personas «que recorren el mundo golpeándose las espaldas con un látigo. Creen que este mundo es un valle de lágrimas. Que mejor hubiese sido no nacer, y ya que hemos nacido es mejor morir. No le ven sentido a la vida. No soportan su condición pecadora y ven el mal por todas partes».



«Yo, por el contrario, amo este mundo porque amo la vida y la posibilidad de hacer historia transformándome a mí mismo y a mi entorno. La muerte es una invitación ética para hacer de esta vida una gran obra humana y divina. El mal es el precio de la libertad humana, pues Dios nos permite pecar y no soporta un mundo sin libertad. Por eso no creo en los autoflagelantes de la Edad Media. No quiero ser un autoflagelante», insistí.



El doctor Brunner se alegró al escuchar mi confesión, porque reconocí que estaba enfermo, y me citó a una nueva sesión terapéutica para él sábado siguiente. Lamentablemente, la suspendió, horrorizado tras los sucesos de Nueva York.



Los atentados y la suspensión fueron desastrosas para mi salud mental. Lo peor fue darme cuenta que el mundo era mucho más malo y abyecto de lo que creía cuando joven. Ello me acercaba de nuevo a la autoflagelación y me alejaba de la complacencia.



Así de agobiado concurrí a mi segunda sesión con el doctor Brunner, que sería la última. Grande fue mi sorpresa cuando encontré a mi médico llorando copiosamente mientras se golpeaba la espalda con un látigo de aceradas puntas.
-Ä„Doctor, deténgase!- le grité.
-No, mi querido paciente. Se impone la penitencia por el horror que hemos hecho al mundo-, me contestó.
-Pero doctor, usted no es responsable de lo que hicieron los terroristas, y nada soluciona mortificándose-, le advertí mientras me agarraba la cabeza a dos manos.
-Se equivoca-, respondió altivamente. -Todos somos responsables pues respondemos por el mal en este mundo, por acción u omisión. Y si me golpeo es por mi orgullo y por mi loca pretensión de haber alcanzado la paz, que no existe. La autocomplacencia es un lujo que nadie se puede dar. Imagínese: cinco mil personas asesinadas en Nueva York, 26 millones de afganos pobres aterrorizados, y el mundo camino de nuevo a la guerra. Así no hay piensa positivo que resista.
-Pero doctor, ¿no predica usted la terapia de la autocomplacencia?
-Ya se lo dije en la sesión pasada. No, no y no. Como hombre moderno que soy me impongo la exigencia del pensamiento crítico: siempre cuestionar las verdades establecidas y las falsas seguridades. Fíjese que en el campo de la ciencia el argumento más débil es siempre el de la autoridad. Y como amante del progreso que soy, siempre creo que podemos avanzar aún más en los caminos de la autonomía y de la emancipación de todo abuso, privilegio e injusticia. ¿Es que acaso no sabe que el cincuenta por ciento de los chilenos viven en hogares donde se gana menos de trescientos mil pesos?
-Sí, doctor, pero hemos hecho tanto y el mundo es mucho mejor que los tiempos de las cavernas.

-¿Le dijeron eso los hombres de las cavernas? ¿Sabían ellos de bombas atómicas y efecto invernadero? ¿No ha leído a Rousseau y su buen salvaje? Lea e infórmese antes de hablar. ¿No sabe que cualquier auténtico posmoderno sabe que no se pueden andar haciendo alegremente juicios como que mi cultura es mejor que la suya? ¿Y cuánto tiempo pueden esperar esos tres mil millones de habitantes que ganan menos de mil pesos al día? ¿Les sirve de algo la comparación?
«Ya no soporto más su autocomplacencia, señor. Justamente porque hemos avanzado mucho es que debemos apurar el paso. Hemos demostrado que no hay razón para soportar la injusticia. Porque podemos más es que debemos hacer más. Retírese de mi consulta, maldito burgués», ordenó irritado.



Enormemente confundido, crucé el umbral de la puerta. Los llantos del doctor Brunner y los latigazos que se autoinfligía se escuchaban desde el pasillo. Pensé que el médico exageraba: mal que mal, éramos infinitamente más libres e iguales en 2001 que en 1989. Pero la duda empezó a surgir de nuevo: quizás tenía razón cuando me dijo que nunca bastaba con lo hecho, que la búsqueda de mundos mejores era la constante invitación a la superación personal y comunitaria.



Ya en la calle, evadí a los comerciantes callejeros que se instalan fuera del centro de salud mental Compalacientec, y empecé a dejarme llevar por mis sueños de los años ’60 que me había relatado mi padre. Imagínate de John Lennon volvió a retumbar en mis oídos. Comencé a llorar pensando en tantos sueños disipados. La autoflagelación volvía. Pero era ya distinta. Alegre por lo ya hecho y triste por lo aún no alcanzado.



Entonces comprendí que el Dr. Brünner me había curado. Que todo hombre y mujer moderno es autocomplaciente cuando ve la obra del esfuerzo humano, como la democracia y la comunidad de los iguales. Y llora cuando observa todo lo que le falta por hacer para realizar esa pequeña utopía, la de todos los días, la que sueña con que nadie vaya a dormir con el estómago vacío. Nada más. Nada menos.



Silbando una confusa melodía entre Brilla el sol, El pueblo unido y En el nombre del Señor de U2, alegremente partí a combatir contra los molinos de viento. Ä„Gracias, doctor Brunner!



* Director ejecutivo del Centro de Estudios del Desarrollo (CED).



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