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La pequeñez de lo nuestro


El ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono, el sereno y mesiánico desafío de Osama Bin Laden a Estados Unidos y Occidente (desafío religioso y, por lo tanto, absoluto; desafío también político, porque aunque sea equívocamente recoge sentimientos antiestadounidenses de los marginados de la globalización, de los sometidos, de los humillados y explotados por los grandes carteles de la economía, con el aval del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, inevitablemente vistos por esos ojos como simples instrumentos de dominación de los países ricos de Occidente) ha ayudado a poner en nuestro país las cosas en su lugar.



Primero: la política criolla es aburrida e intrascendente. Quedó relegada a un trigésimo noveno plano, tal vez el que se merece. Ni aún en tiempos de inicios de campañas, como éstos, la política nacional muestra trascendencia y ni siquiera sus escaramuzas menores tienen la suficiente sangre, pasión o inquina que las podría hacer merecedora de atención. Joaquín Lavín, contrastado a los desafíos de nuestro tiempo, siempre aparece como hablando banalidades que ni siquiera alcanzan a sermón, cuando los sermones, de por sí, en un 99 por ciento, son banales.



El gobierno, que suma una excusa tras otra, deberá acostumbrarse a las disculpas (y uno podría pensar: Ä„la Concertación nos debe tantas!). Ricardo Lagos -ya lo dijimos la semana pasada- asume una voz oficialista cuando nosotros, los perplejos y atónitos ante el mundo que se nos viene encima, hubiésemos querido oír una voz oficial, pero no la misma cantinela de Bush (ni siquiera para hacer esa voz nuestra, sino para enorgullecernos por escuchar al país hablar con independencia).



Es una evidencia: nuestra política es de una insignificancia inobjetable y uno sólo lamenta que allí haya aún tanto poder, y tantos negocios. Cuando una voz de la política dice algo interesante -como la denuncia del diputado Alejandro Navarro, por compras de computadores en el Congreso y sospechosos requisitos hechos a la medida de Microsoft-, simplemente nadie la oye. O casi nadie.



Lo segundo: en la historia común de la gente está la evidencia de los grandes desafíos que debiera plantearse una política… decente (el adjetivo es impecable). Lo ocurrido en Alto Hospicio es el mejor espejo para que quienes tienen poder en Chile se miren las caras y se sometan a la prueba de la vergüenza. El país de los excluidos y los despreciados -los apestados son, hoy, los pobres- sólo puede robarse las primeras planas cuando ofrece una nueva víctima. Claro: en este caso se demostró que incluso a los pobres se les quiere negar el último derecho a ser víctimas (por eso las niñas no podían ser objeto de un crimen, sino que habían abandonado el hogar).



Pero esto no es sólo cuestión de la política. Cuando pienso en nuestros prósperos empresarios exigiendo más ganancias y menos leyes para repartir parte de esas ganancias, cuando a veces allí se huele una suerte de desprecio por los pobres, uno no puede menos que imaginar que un día, quizás, alguien pretenda prenderle fuego a la pradera y allí se verá si el pasto está bien seco y corre viento.



Pero no dramaticemos: al menos algunos tienen el consuelo de que aquí es improbable que asome un Bin Laden.



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