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Felices años viejos

Yo ya no creo ni en el viejo pascuero ni en el año nuevo. El porvenir no puede ofrecerme nada interesante. Ni siquiera creo que exista el futuro, en el sentido de un tiempo cualitativamente distinto al presente. Sólo podemos esperar más de lo mismo en los años normales, y menos de lo mismo en los de crisis.


Celebro el Año Nuevo de mala gana, con el mismo fastidio con que cumplo las otras exigencias y obligaciones absurdas que nos llenan la vida. Esta fiesta es un rito de renovación. Tendría más sentido celebrarla en los inicios de la primavera, cuando la naturaleza renace, luego de la larga muerte invernal, y no en pleno verano, cuando sólo hay una vuelta de página del calendario.



La fiesta de año nuevo se origina en la concepción mítica del tiempo que se gasta, envejece, se cansa. Cuando el año está viejo, decrépito y lleno de achaques debe ser reemplazado por un tiempo flamante, lleno de promesas intactas. De ahí la ilusión que un año nuevo puede traernos una vida nueva, o de que puede ponérsele fin a un tiempo poco propicio e inaugurar otro pletórico de ventura y prosperidad.



Una de las ceremonias que se realizaba en las sociedades arcaicas era la de apagar un fuego que se había mantenido durante todo el año. Los guardianes del fuego, una pareja de adolescentes, eran sacrificados. Venía entonces otra pareja, que luego de tener su primera cópula encendía el fuego nuevo.



Yo ya no creo ni en el viejo pascuero ni en el año nuevo. El porvenir no puede ofrecerme nada interesante. Ni siquiera creo que exista el futuro, en el sentido de un tiempo cualitativamente distinto al presente. Sólo podemos esperar más de lo mismo en los años normales, y menos de lo mismo en los de crisis: mejores o peores tasas de interés, dólares más caros o más baratos, rentabilidad positiva o negativa de nuestros fondos de pensiones.



Con el fin de las utopías se derogaron las ilusiones de cambiar el futuro. Más allá: se mostró que los intentos de transformar el mundo pueden ser peligrosos y dejarlo todavía peor. Tenemos que aceptar que las calamidades no tienen remedio, lo que al menos nos libera de la tremenda responsabilidad ética que se echaron al hombro los jóvenes de los años 60 y 70 al intentar una revolución redentora que eliminara el mal de la tierra.



Ahora las injusticias y las guerras suman y siguen, pero al menos no nos sentimos responsables de ellas. Nos sentamos frente al televisor a ver cómo la Tierra avanza hacia su propia destrucción, y tenemos la conciencia quieta, porque no hay nada que podamos hacer para evitarlo.



Tampoco me creo el cuento del capitalismo que parte por asumir la codicia y la ambición humana, pero proclama que todos esos apetitos de lucro puestos a competir pueden orientarse hacia el bien común.



Lo único que me queda es refugiarme en otros tiempos, que sí eran distintos al de ahora. Muchos lo hacen. De ahí el éxito que han tenido recientemente las radios dedicadas a la música retro. Todas esas canciones pasadas de moda, las de Los Platters, Frank Sinatra, Ella Fitzgerald, Lucho Gatica y los Cuatro Ases de algún modo nos devuelven al tiempo en que vivíamos en una ciudad apacible, sin veneno en el aire, de cielos limpios que dejaban ver la cordillera. A una ciudad que era para sus habitantes y no para los autos.



No existía el afán de arrasar con las plazas y excavar con ruidos infernales túneles en medio de las calles para meter en alguna parte todos esos vehículos inútiles. Entonces predominaba el único automóvil noble y digno que ha existido: la económica Citroneta, que no contaminaba ni agredía porque era para movilizarse y no para apuntalar egos aparatosos y vacíos.



En ese tiempo no se vivía haciendo equilibrio en la cuerda floja del endeudamiento, ni con la angustia de que los hijos pudieran hacerse drogadictos, ni con el miedo de que los gastos de salud nos arruinaran. Se hacía el amor sin temor al sida, se salía al campo sin miedo del Hanta, y no flotaban en el aire las amenazas apocalípticas del agujero en la capa de ozono ni del efecto invernadero.



Es posible que esté idealizando un pasado que a lo mejor no fue tan bello, que tuvo sus propias miserias y sus traumas. Lo importante es que en mis recuerdos los años 50 y los 60 aparecen como el paraíso perdido, y su evocación es lo único que me queda para capear el horrible tiempo presente y soportar estas celebraciones de fin de año.



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