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Larga vida para los partidos políticos


No se puede pretender que los personajes públicos siempre den buenas respuestas. A veces basta con que, a través de sus acciones, formulen alguna buena pregunta. Personalmente no estoy muy de acuerdo con las decisiones ya demasiado comentadas que Marcelo Trivelli y otros animosos intendentes recién nombrados han tomado para llenar algunas vacantes administrativas de su competencia. Con todo, pienso que la idea que subyace bajo su apuesta de entregar a consultoras especializadas la selección de candidatos, merece una reflexión mucho más allá de la coyuntura.
El tema de fondo es nada menos que la manera de generar el nombramiento de los cargos públicos llamados políticos o, al menos, de algunos de ellos. Esto apunta a un capítulo esencial de la práctica de los gobiernos democráticos: el uso de los partidos como cantera para suministrar personas que ocupen puestos de confianza.



¿Son todavía merecedores tales formaciones de esta práctica tradicional? ¿o hay que pensar en otros viveros para la dotación de puestos de confianza en la administración?
Durante los últimos años, y más aún durante los últimos meses, ha arreciado en el país una múltiple descalificación contra los partidos. Declararlos anacrónicos, dudosamente morales, egoístamente autistas es una actitud que se vende muy bien como juvenil, moderna y – por paradoja – como políticamente muy rentable.



Además, este desdén antipartidario posee antecedentes muy sólidos en la derecha chilena a través de personajes como Carlos Ibáñez, Jorge Alessandri e incluso, aunque en otras circunstancias, Augusto Pinochet. Por eso resulta coherente que a la derecha se le escapen ciertos juicios negativos: la mayoría de sus dirigentes vivieron muy cómodamente la recesión política durante el gobierno militar.



Lo curioso de la situación actual es que la descalificación – sutil, pero efectiva -proviene también de la propia Concertación, de esa alianza que reclamó arduamente la reinstalación de los partidos contra la dictadura y que nació de la combinación de fuerzas que se sienten ampliamente legitimadas como tales. Sin embargo, circula entre algunos influyentes concertacionistas el guiño cómplice contra la mediocridad e inoperancia de estos organismos. Nacidos como vanguardias de ideas y proyectos de sociedad por los que merecía empeñar parte de la vida, su protagonismo político y su prestigio social tuvo un momento de repunte en la segunda mitad de los años ochenta, para declinar durante los noventa, esa década de la gran desmovilización y de la gran desmotivación respecto a lo público. Los partidos políticos perdieron entonces gran parte de su gente, de su base, de su atractivo, y sobre todo, de su fe en sí mismos. Sólo el vigoroso leninismo conservador de la UDI y el filibusterismo denunciador del mediático PPD se salvaron del desastre.



Por eso cruza un sentimiento transversal en algunos núcleos de las filas concertacionistas para contrarrestar la pretensión de hegemonía de los partidos, su voluntad de seguir siendo el eje a la hora de los nombramientos políticos. Curiosamente, en el nuevo escenario, el ejercer una militancia poco fervorosa constituye un argumento positivo de cara a ocupar una responsabilidad o un cargo de gobierno. Con pocas liturgias, sin apenas tradiciones, con el depósito de las ideas casi vacío, sin horizontes abiertos hacia el servicio público, los partidos van quedando como instituciones frágiles y poco atrayentes. La irrupción de los creativos, los consultores, los asesores, los operadores, los analistas, los estrategas, los centros de estudios, las fundaciones ad hoc van copando las funciones de apoyo y propuesta más prestigiosas y deseables de la vida política.



Esta alternativa profesionalizante supone la aceptación de la política cupularizada. Se renuncia al trabajo sistemático y capilar en las bases que siempre habían promovido los anónimos militantes. Ahora eso se deja a la acción unidimensional y errática de los medios, a las visitas altamente protocolarizadas de las autoridades, al momento generalmente muy trivializado de las campañas. Se ha roto el hilo de ida y vuelta de la auténtica acción política. Se ha roto la cadena de edad, por ausencia de los jóvenes, y también se ha roto el proceso de acumulación de pensamiento por inmediatismo pragmático.



Esta opinión sin duda demasiado esquemática no significa de ninguna manera la legitimación de cualquier tipo de réquiem contra los partidos. Para hacer funcionar la democracia todavía no se ha inventado un sistema más eficaz que el de estos irritantes organismos. Su invisible rol articulador, su función de referentes simbólicos de la sociedad, su capacidad de transmitir, aunque sea mediocremente, un legado histórico esencial resulta básico tanto en las rutinas de los momentos de bonanza, como en el drama de las situaciones de crisis. El desdén con que ahora son mirados por algunos tecnócratas revela que ignoran la enorme importancia de ese subterráneo pegamento social que aportan en los diversos niveles de la convivencia ciudadana.



Los partidos desgraciadamente se valoran sobre todo desde su ausencia o desde su decadencia. El desgobierno de Argentina o la explosión populista de Venezuela tienen mucho que ver con la falta de calidad, o, a veces, con la degeneración de sus partidos. Por eso aportar a su salud es jugarse no por una antigualla histórica, sino por instituciones con gran proyección de futuro y que deben tener sus canales de presencia y de protagonismo positivo en el Estado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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