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Adioses para Aylwin


La noche del sábado, en la culminación de la Junta Nacional de la Democracia Cristiana en la que Adolfo Zaldívar fue elegido presidente del partido y Patricio Aylwin ha puesto fin a su carrera política. En rigor, fue un poco antes, la tarde-noche del viernes, cuando pronunció su discurso como presidente en funciones del PDC -una vez más- y vio como el partido, como homenaje, pero también como diciéndole «gracias y chau», proyectaba imágenes de su vida política. No se detallaron éstas.



¿Estuvo la del informe Rettig? Seguro. ¿Y esa, recibiendo la banda presidencial? Fija. ¿Se reprodujo la frase exacta de «la justicia en la medida de lo posible? Dudoso. ¿Y esa, donde está con la mirada glacial, con esos ojos acuosos -a veces como de lagrimeo emocionado, pero otras como de laguna helada, donde no hay esperanza-, firme contra la Unidad Popular y cancelando toda posibilidad de diálogo? Capaz que sí también.



El viernes, en todo caso, a Aylwin no le quedó más que llorar. Ver a estas alturas desfilar las imágenes de la propia existencia, y frente a su partido por el que ha entregado toda una vida (bueno, también la ha entregado por su familia) debe ser cosa seria. O emocionarse o enojarse. O llorar o amurrarse por el arrepentimiento, por lo que pudo ser y no fue (como la transición).



Mejor emocionarse y ya, bajar la cortina, mirar a tantos democratacristianos de esta nueva-vieja hornada tan distintos a los de antaño. Y tal vez asustarse por el partido al mirar el desfile de rostros de los diputados, por ejemplo. Diputados colmilludos, pero no famélicos. Ávidos, pero bien saciados. Claro, en general, pero sin generalizar. O sea, algunos y no todos. En fin.



Bueno, Aylwin el viernes lloró. Tal vez, porque los ancianos terminan pareciéndose a los niños, entre otras cosas en la facilidad del llanto (y esto hay que leerlo sin malicia, porque, tal vez, lo ideal sea vivir como viejos o niños, medio idos, desapegados de lo que se entiende como mundo y que no es más que sus costras y miserias, cuando probablemente lo que importe sea eso que emociona a niños y viejos).



El final del la Junta del PDC deja ese rostro de Aylwin. Un rostro tenso. Un rostro entre asombrado y algo desencajado, como si lo que estuviese viendo y viviendo no le gustase, como si de pronto se diera cuenta, recién ahí, que le está diciendo fin a su romance con el poder, que cada vez que lo ha abrazado lo ha rejuvenecido, le ha insuflado esa cuota de energía extra e incomprensible que lo hacía aparecer hierático.



¿Qué se va con Aylwin, aparte de los recuerdos, su oposición acerada y cerrada a Allende, su adhesión inicial a la dictadura (cuando, hay que ser justos, muchos creían que no era una dictadura), su casi retiro hasta aparecer como figura, candidato y presidente, su talante conservador que terminó traduciéndose en una transición que no quiso transitar más allá del umbral de la democracia, su rabia cuando no se entendían las cosas como él quería que se entendieran, su lectura del informe Rettig, etcétera, etcétera?



Bueno, queda una figura del siglo que se fue. Una figura que, con sus contradicciones, terminó siendo fiel a sí mismo, lo que es un mérito. Siempre abogado, siempre profesor, siempre funcional a la Iglesia Católica, siempre democratacristiano, lo que para los de su generación significa, ahora, siempre nostálgicos del tiempo que se fue.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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