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Chile, las cacerolas suenan también por ti

Si la práctica política persiste en su estilo fundamentalmente mediático, si el espacio político es visto, a la distancia, como un lugar de privilegios, amiguismos, privado de metas colectivas motivadoras, la situación puede hacerse muy difícil en momentos en que apriete la crisis.


Los símbolos políticos son movedizos, mercuriales. Una vez inventados, se transfieren de unos lugares a otros o de unos a otros grupos y se naturalizan con prodigiosa facilidad. Esto ha ocurrido con dos hallazgos nacidos del ingenio popular en la reciente historia del cono sur: las ollas vacías y los pañuelos blancos. Uno surgió en el Chile efervescente de Allende, desde la oposición política contra la Unidad Popular. El otro se produjo en la Argentina silenciada de Videla, desde las conocidas organizaciones contra la dictadura de los militares. Tienen, pues, orígenes ideológicos opuestos, pero los une su capacidad de convocatoria, su impacto mediático, lo simple y barato de su producción, su común carácter reivindicativo contra el poder.



Las cacerolas se blanden y se golpean; los pañuelos se enfundan y se exhiben. Son armas de combate directo: unas para avergonzar con su sola presencia al enemigo; otras para intimidarlo mediante la furia colectiva del estruendo. Unas y otras fueron accionadas como tales, por primera vez, por grupos de mujeres en pie de guerra. Ellas han sido los arietes más habituales de la rebelión en casos de crisis.



Me ha tocado contemplar a docenas de madres de drogadictos manifestándose por el Paseo del Prado en Madrid, con sus cabezas cubiertas por pañuelos blancos. Pleiteaban por la pasividad de la policía ante los peces gordos del narcotráfico, señalados por ellas como asesinos de sus hijos.



La cacerolada más nutrida y voluminosa que he escuchado sucedió aquí, en Santiago, el 30 de agosto de 1988. Aquel día, Augusto Pinochet fue designado por sus cómplices colegas de la Junta como candidato para el plebiscito recién convocado. A las 8 en punto de la tarde, un violento caceroleo se alzó como una burbuja trémula de rabia planeando por encima de la capital. Durante largos minutos de desahogo, la gente opositora al régimen facturó a través de los barrios un catártico alboroto.



Estos dos símbolos de insubordinación apuntan a dos espacios distintos de la vida pública. Los pañuelos miran a largo plazo, denuncian la desmemoria, los silencios cómplices, el fin decretado de la historia y de las historias. Los nombres, las fechas, las fotografías de los seres queridos sobre el lienzo blanco reniegan de la discontinuidad histórica, judicial y moral que se quiere imponer a la sociedad desde instancias interesadas.



Los caceroleos otorgan otro matiz y otro contenido a la protesta masiva. Buscan un efecto política y socialmente mucho más inmediato. Los golpes de las cacerolas trabajan con el mensaje del «basta ya». Una acumulación de frustraciones estalla y presiona contra los presuntos responsables de abusos y omisiones inveteradas.



Anarquía callejera



El momento actual de Argentina muestra un caso de anarquía callejera fundamentalmente pacífica, en que los dirigentes, bajo la amenaza de las simbólicas cacerolas, se han tenido que esconder y se han convertido, contra su voluntad, en dirigidos.



El régimen democrático ha sufrido en su punto más sensible: el de la representatividad. La sociedad ha descubierto su falta de sintonía con sus gobernantes y, bajo el catalizador de una completa crisis económica, reclama una radical purga moral de los altos funcionarios del Estado y del modo de hacer política.



Las cacerolas se han adueñado de la vía pública, sobre todo de los espacios que colindan con los edificios representativos de los poderes estatales.



En estos últimos días ha habido también cacerolazos por causas diversas en Uruguay, Colombia, Salvador y, en algunos países europeos, grupos de la colonia argentina han ejercitado públicamente esta práctica.



En Chile las condiciones son, por cierto, muy diferentes que en la actual Argentina. La paz social y el orden económico se exhiben como garantía de un alto grado de gobernabilidad. Pero, como se ha repetido en estas últimas semanas, los problemas vecinos también pueden pasar nuestras fronteras, no sólo en la eventual dificultad para atraer inversiones o en el daño sufrido por las empresas chilenas en el país trasandino o en la caída del turismo y de las exportaciones.



Más allá de estos efectos cuantificables, se pueden producir también otros mucho más intangibles. No hay que pasar livianamente por alto la crisis progresiva de representación política que existe en nuestro país. Cunde una atmósfera de desprestigio de la clase política, favorecida muchas veces por las prácticas de nepotismo, abusos, corruptelas de partidos y dirigentes. No es nada irrelevante que en once años Chile haya perdido 30 puntos porcentuales en el aprecio de la ciudadanía por el régimen democrático. Además, en los índices de aceptación institucional, los parlamentarios y los jueces ocupan puestos peligrosamente bajos.



No se puede olvidar tampoco la oleada de votos blancos y nulos de las cuatro últimas votaciones, así como el alto porcentaje de falta de inscripción en los registros electorales del tramo entre los 19 y 30 años, que supera con mucho la mitad. Este fenómeno desesperanzador respecto al futuro, tiene además apariencia de incrementarse y no de revertir, pues la encuesta del Centro de Estudios Públicos arroja que el 61 por ciento de los no inscritos no piensa efectuar el trámite.



Todo esto muestra un cuadro de salud representativo y democrático muy poco alentador. Si la práctica política persiste en su estilo fundamentalmente mediático, si el espacio político es visto, a la distancia, como un lugar de privilegios, amiguismos, privado de metas colectivas motivadoras, la situación puede hacerse muy difícil en momentos en que apriete la crisis.



Con estos antecedentes y con la epidemia de desconfianza ciudadana que aqueja a nuestra sociedad, hay que aprender de lo que está pasando a nuestros vecinos y comprender que las cacerolas resuenan también por Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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