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Intelectuales: de Andrés Bello a la actualidad

Hay algo extremadamente ritual y piadoso en ese tipo de clasificación de los intelectuales (e inevitablemente de auto-clasificación), como si se tratara de mantener vivas las categorías tradicionales y de insuflarles un soplo, antes de que puedan desaparecer bajo el peso de la realidad.


En un diario de la plaza, hace pocas semanas, Tomás Moulian discurría sobre «los intelectuales en el momento actual». Con su acostumbrada sagacidad polémica introduce un esquema dicotómico para clasificar a sus congéneres, situando a la izquierda a los intelectuales críticos y en el lado opuesto a los que llama intelectuales del orden.



Según esta misma versión, los intelectuales críticos vendrían en dos modelos. Unos tienen a don José Victorino Lastarria por figura emblemática, y serían crítico-realistas. Los otros, descendientes de Bilbao, son crítico-rupturistas. En la actual coyuntura, si entiendo bien a Moulian, ambos tipos críticos de intelectuales estarían con sus acciones a la baja en el mercado de las ideas, pues al parecer no existen las condiciones objetivas ni subjetivas para que se despliegue su eficacia crítica.



Por otra parte, los herederos de Bello gozarían de buena salud, contándose en sus filas no sólo a los «originarios» (entiéndase, intelectuales nacidos dentro de ese universo), sino también a los «conversos» provenientes del grupo de los intelectuales crítico-realistas.



Me parece que los problemas principales con esta esquemática representación del campo intelectual son dos:



En primer lugar, la noción en extremo estrecha que Moulian adopta de los intelectuales, que reduce la categoría casi exclusivamente a la parte tradicional de la intelectualidad, compuesta por abogados, literatos y un segmento de los cientistas sociales.



Moulian confunde así a los intelectuales —en toda su variedad moderna— con los exponentes más altos de la República de las Letras, cosa que a mí, al menos, no me sorprende. Su enfoque es más cercano en esto al de Bello y Lastarria, digamos, que al de Gramsci, Foucault o Robert Reich, para mencionar sólo a tres de los mejores analistas del campo intelectual moderno.



En segundo lugar, me parece que la simple dicotomía entre orden y crítica —con sus variantes respectivas de realistas y rupturistas en un caso y, en el otro, de originarios y conversos— apenas da cuenta del aspecto más superficial de las tensiones y contradicciones que aparecen en el campo intelectual (chileno e internacional) con posterioridad a la caída del muro que separaba y clasificaba las ideologías intelectuales.



Aun más: hay algo extremadamente ritual y piadoso en ese tipo de clasificación de los intelectuales (e inevitablemente de auto-clasificación), como si se tratara de mantener vivas las categorías tradicionales y de insuflarles un soplo, antes de que puedan desaparecer bajo el peso de la realidad.



Si se miran las cosas presentes con ese espíritu crítico-realista que Moulian atribuye a Lastarria, se descubriría que en realidad las funciones intelectuales se han diversificado ampliamente hasta incluir una serie cada vez mayor de círculos y redes. Esto tiene que ver en parte con la masificación de la enseñanza superior, y con las nuevas maneras en que se produce y usa el conocimiento y las infinitas formas que adopta su influencia en la sociedad.



En efecto, hace más de dos décadas el sociólogo alemán Helmut Schelsky, al observar esos fenómenos de cambio, proponía una clasificación bastante más densa y rica de los intelectuales que su esquemático recorte en torno a un solo eje (orden/crítica). Así, distinguía al menos cuatro grupos funcionales de intelectuales —tecnócratas y expertos; productores de «valores espirituales autónomos» como artistas, escritores, filósofos; la inteligentsia del análisis social; los analistas de la situación de época, prospectivistas y planificadores— y agregaba otras tres vertientes que suelen escapar a los estudiosos: la intelectualidad docente, compuesta de profesores, académicos y otros enseñantes; la inteligentsia de las comunicaciones y la información, que hoy adquiere una enorme gravitación, y lo que Schelsky llama la intelectualidad pastoral de antigua data, donde concurren sacerdotes en su rol de anunciadores de la palabra y administradores de los bienes de salvación.



Hubiera esperado de Moulian un ejercicio más cercano a esa mirada sociológica del campo intelectual que esa otra versión, ritual y piadosa, que trata de salvar en medio de los escombros de la historia la perdida identidad de (Ä„y fe en!) los intelectuales tradicionales.



Incluso si se tomara como punto de partida ese universo mucho más amplio, crítico-realista y diferenciado de la intelectualidad, sólo se habría dado un primer paso, pues enseguida cabría analizar cómo en cada caso —entre periodistas o sacerdotes, economistas o literatos, planificadores o filósofos, tecnócratas o profesores— se despliegan las demás variables que podrían resultar interesantes para el análisis. Por ejemplo, la variable crítica/conformismo, o la variable tradición/innovación, o la variable localismo/cosmopolitismo, o la variable fe/secularismo.



Se vería ahí, por ejemplo, que un intelectual bien puede proclamarse a sí mismo como crítico o hijo de Bilbao, aunque en realidad encarna la categoría más tradicional del intelectual crítico-humanista, se halla apegado a un orden de ideas conservador, se sitúa de espaldas a las innovaciones en el campo intelectual y productivo, se resiste a abandonar categorías ya obsoletas y, por ende, actúa ciegamente frente al orden por venir.



Ä„Curioso en verdad! Don Andrés Bello, quien a los ojos de Moulian aparece como defensor del orden, resultó en su época, en cambio, un «ordenador» (un creador, innovador, impulsor, descifrador, interpretador, organizador, computador, institucionalizador) de las nuevas fuerzas materiales y espirituales que agitaban a la sociedad chilena y latinoamericana tras la independencia.



Su afán codificador del nuevo derecho frente a un orden oligárquico que reposaba ante todo en el poder del capital social y la tierra; su apertura al comercio de bienes e ideas; su deseo de dar voz y letra a la naciente nación republicana; su audaz institucionalización de la neo-inteligentsia en la Universidad de Chile; su preocupación por la enseñanza clásica y de las ciencias; su sensibilidad por la praxis del conocimiento, y no sólo por el malestar crítico con el mundo que emergía a su alrededor.



Todo eso lo convierte, a mis ojos, en un intelectual constructor, generador, crítico, lúcido, cosmopolita, artista, arquitecto, transformador, maestro de obras e ideas. Ä„Nada más lejos, por ende, de la piadosa visión de un «intelectual del orden», conservador y vuelto hacia el pasado, atemorizado frente al futuro y a las novedades que su propia acción empujaban!



Qué orgullo podría sentir uno hoy si lo comparasen en serio con Andrés Bello y uno pudiera estar a su altura.



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