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Europa, América Latina y la competencia mundial

¿Qué nos falta para generar una dinámica orientada en esa dirección? Un gran acuerdo latinoamericano que ordene nuestras prioridades, unifique criterios y produzca una interlocución común con la UE y Estados Unidos para un amplio programa de desarrollo de la competitividad regional.


La última cumbre de jefes de gobierno y de estado europeos en Barcelona produjo importantes avances hacia la competitividad de esa región, juzgados por ellos mismos. Sin embargo, fueron modestos comparados con las expectativas y las necesidades.



Retomando los objetivos acordados hace dos años en Lisboa, orientados a dar un salto cualitativo en productividad, competitividad internacional, cohesión económica y social y crear 20 millones de puestos de trabajo hacia el 2010 -de los que van cumplidos cinco millones- el Viejo Continente definió medidas y metas concretas en flexibilización laboral y nuevos empleos (con énfasis en mujeres y cesantes de larga duración), alargue progresivo de la edad de jubilación (de 58 a 63 años), informatización escolar (15 alumnos por computador conectado a la red), I+D+I (3% del PIB para Investigación, Desarrollo e Innovación), integración y liberalización energética (el 70% del mercado para el 2004) sociedad de la información y acceso a nuevas tecnologías (proyecto Galileo de 30 satélites y refuerzo de las supercarreteras de la información), educación preescolar, la tarjeta sanitaria europea y el comienzo de la liberalización total del mercado financiero.



Paralelamente, se sigue trabajando en la futura Constitución Europea.



La constatación oportuna de que Europa estaba perdiendo la carrera de la competitividad frente a Estados Unidos y Asia fue el factor que condujo a Maastricht, al mercado común y la moneda única. Los temas arancelarios y las barreras técnicas o administrativas ya no existen dentro de los Quince. Haber despejado ese primer nivel de integración -del que nosotros en nuestra América Latina no hemos logrado salir en 50 años- les ha permitido a los europeos imaginar, crear y consolidar políticas comunes sectoriales y programas que desde temprano corrieron a la par de las discusiones sobre acceso a los mercados y eliminación de fronteras.



El ahorro para los ciudadanos, en precios, y para las empresas en costos básicos y de transacción, y su consiguiente impacto en el consumo y por ende en el PIB, fueron expuestos a los europeos a mediados de los ’80 en el famoso Informe Ceccini, más conocido como El costo de la No-Europa. Múltiples decisiones de la Comisión, ministros y funcionarios sectoriales de los países miembros que se reúnen a diario para avanzar política y técnicamente hacia los objetivos marcados, dan cuenta del dinamismo de un proceso difícil pero posible.



La moneda única obliga a la disciplina macroeconómica. Pero a pesar de todas las ventajas y avances, la pérdida de la paridad del euro frente al dólar gatilla la necesidad de este nuevo plan de competitividad lanzado en Lisboa, complementado políticamente en Niza y canalizado en Barcelona. La Unión Europea ya no debate si integrarse o no, sino a qué velocidad lo hará, cuál será el modelo institucional en la futura Constitución Europea, y cómo compatibilizarlo con la ampliación.



En América Latina no tenemos un informe que cuantifique el costo de la no- integración, pero si lo hiciéramos -lo que sería muy necesario, por el efecto demostración y sobre todo por su impacto político- estaríamos ratificando en cifras algo que hace 50 años Raúl Prebisch, Mayorga y Felipe Herrera presentaban con claridad, y que en 1966 Eduardo Frei Montalva, en su conocida Carta a los cuatro sabios, advertía: integración, o de lo contrario, estamos condenados a una marginalización progresiva.



A falta de un documento como el Informe Ceccini, tenemos, entre otros, buenas y profundas investigaciones, datos y análisis de la Cepal, una evaluación de la integración recientemente hecha por la ALADI, y estudios del BID. Este último, en su reciente asamblea, advirtió que necesitaremos un siglo para ponernos al actual nivel de los países industrializados.



Por eso, conviene apreciar que la competitividad en la que se embarcó la UE tiene un enfoque sistémico: desarrollo de la institucionalidad política común, incremento de la productividad del trabajo y fomento a la innovación, las tres cosas complementarias con base en la calidad de la educación, el desarrollo de las nuevas tecnologías y la flexibilidad del empleo.



Lo que tendríamos que hacer nosotros parece claro, pero se requieren políticas comunes, articulación y convergencia. Ello en un entorno macropolítico estable y la voluntad de avanzar mediante grandes y pequeños pasos sucesivos, pero irreversibles, resolviendo las cuestiones políticas centrales: las transferencias de soberanía en ciertos aspectos sectoriales y en la construcción institucional de los espacios comunes. Mientras no haya una definición en esto, nuestras realidades no estarán a la altura de nuestra retórica.



América Latina cuenta con potencialidades únicas y podría, no obstante de las dificultades, dar significativos pasos para aprovechar las circunstancias que la historia nos presenta. Ha avanzado en la liberalización del comercio de bienes y en las reformas estructurales, y pese a las coyunturas negativas, como lo acaba de manifestar el presidente del Banco Santander, Emilio Botín, sigue siendo atractiva para las inversiones.



A partir de esta realidad básica, Estados Unidos ha planteado el desafío del ALCA, las negociaciones con Chile, las conversaciones 4+1 con Mercosur, un posible TLC con Centroamérica y con Uruguay, lo que puede significar la creación en el largo plazo de un gigantesco libre mercado hemisférico cuya potencialidad en empleos es innegable. A ello acaba de agregar un fondo especial para el BID de 5 mil millones de dólares. Por su parte, la UE sostiene una apuesta política de relacionamiento con la región a partir de los acuerdos de asociación comercial que negocia con el Mercosur y Chile, el acuerdo vigente con México y las conversaciones con la CAN.



El ALCA y UE son oportunidades únicas que van en paralelo, que debidamente aprovechadas y complementadas darían un vuelco positivo al fatal curso marginalizador en que nos encontramos. Mientras con Estados Unidos y Canadá lograríamos configurar un gigantesco mercado ampliado, con la UE conseguiríamos acceso a 400 millones de consumidores más los programas de cooperación.



Pero la apertura no basta: tenemos que saber competir, y en esta materia hay que aprovechar que el diálogo UE-América Latina, cuya Cumbre se realizará próximamente en Madrid, comprende este elemento fundamental de la cooperación, a ser desarrollada conforme los ejes que sean definidos conjuntamente. Esos ejes en mi opinión son los mismos que la propia UE ha establecido para elevar su competitividad a los estándares mundiales.



¿Qué nos falta para generar una dinámica orientada en esa dirección? Un gran acuerdo latinoamericano que ordene nuestras prioridades, unifique criterios y produzca una interlocución común con la UE y Estados Unidos para un amplio programa de desarrollo de la competitividad regional.



* Embajador de Chile ante la Aladi.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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