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De la matanza de Santa María a las esperanzas del siglo 21

El discurso de Volodia Teitelboim me trajo a la mente la necesidad de buscar programas mínimos para la unidad, en alguna forma y nivel, de todos los descontentos con los flagelos del neoliberalismo.


El martes 30 de mayo la Editorial Lom realizó en una abarrotada Sala América de la Biblioteca Nacional el relanzamiento del libro Hijo del Salitre, de Volodia Teitelboim, al cumplirse 50 años de su publicación original en marzo de 1952, cuando el Partido Comunista y el autor vivían un episodio en la saga de sus persecuciones. Este libro había sido incluido en 1995 en la colección de novela social de la editorial que dirige Luis Alberto Mansilla con tanto conocimiento y cariño por el tema.



En un escenario invadido por instrumentos que con silenciosa impaciencia esperaban a los ejecutantes de la Cantata Santa Maria, pues la matanza constituye la culminación dramática del libro, se desarrolló un programa que hubieran envidiado las antiguas filarmónicas. Primero, el maestro de ceremonias Julio Pinto se anunció a sí mismo como expositor para recrear el contexto histórico del libro de una manera sabia y al mismo tiempo estética, en las antípodas de la pedantería erudita.



Luego, Luis Alberto Mansilla leyó un hermoso texto sobre el autor en el que evocó la ceremonia original de lanzamiento de Hijo del Salitre. Fue este un acto de rebeldía política realizado en los ’50, con los frágiles instrumentos de un libro con la tinta aun húmeda y un cajón de dudosa manufactura sobre el cual se bambolearon los oradores.



José Miguel Varas, quien en la ocasión rememorada fue el novel maestro de ceremonias, hizo llegar una pequeña joya desde la clínica donde convalece. En ella narra con chispeante maestría el discurso del histriónico Manuel Eduardo Hübner en aquel día de marzo de 1952, y finaliza con la historia de un Elías Lafferte enarbolando su bastón sobre la cabeza de Varas, enardecido por el recuerdo de la miserable vida de los calicheros.



Para no ahorrar ningún simbolismo, Douglas Hübner, hijo del tribuno, leyó las palabras de Varas.



Por ultimo, antes del clímax de la Cantata, el infatigable Julio Pinto presentó al orador de fondo, Volodia Teitelboim. La descripción anterior es necesaria para recrear la atmósfera en la que habló el homenajeado. Pienso que la evocación de Lafferte poseído por la ira justiciera fue el acorde que desató el discurso de Teitelboim.



El tema de su pieza oratoria, lanzada, como siempre que lo he oído, sin apoyo en ninguna ayuda memoria, fue vincular el siglo 20 de la matanza con el siglo 21. Utilizando la idea que el feroz episodio de Santa María constituyó la matriz de la centuria pasada, fue mostrando que ese acto estaba inspirado por el mismo espíritu de otras masacres reaccionarias. Por ello, en él estaban contenidas las barbaries del fascismo y del pinochetismo. Pero rehuyendo todo fatalismo, nos incitó a superar el siglo 20 entrando con esperanza activa en su sucesor.



Para eso es necesario despertar del letargo actual a través de una vasta articulación de voluntades que sea plural, polifónica, abierta y creativa. La voz del escritor que habíamos ido a homenajear en la expectativa implícita de escuchar sus reflexiones literarias se transformó así en otra voz, la de la más alta tradición política de la izquierda abierta y antidogmática. Era la misma voz acogedora y unificadora de los mejores momentos de esa izquierda del Frente de la Patria, del Frente de Acción Popular, de la Unidad Popular modulada por la palabra de Salvador Allende. Esa que aparecía en los momentos en que se olvidaban los discursos seudoteóricos (porque verdadera teoría en verdad no tuvimos) para pensar desde las necesidades de la praxis política.



Pero también buscaba otro registro. Era una voz que hablaba para el siglo 21.



Digo esto porque el discurso de Teitelboim me trajo a la mente la necesidad de buscar programas mínimos para la unidad, en alguna forma y nivel, de todos los descontentos con los flagelos del neoliberalismo, estén donde estén. De una unidad de acción donde quepan Attac, los trotskistas, los miembros de la Surda, los colectivos de trabajadores, los anarquistas, los independientes marxistas, los comunistas, los socialistas antineoliberales, los teólogos de la liberación y la multitud de movimientos que trabajan al nivel local, las feministas, los homosexuales políticos.



Todos sabemos hoy algo que no sabíamos en la década del ’60, aun en los mejores años del siglo 20: que no existe la teoría única de la revolución, que no existe una clase que encarna en sí la emancipación ni un partido de vanguardia señalado por el dedo de dios. Pero saber eso no basta si no sabemos también que el capitalismo solo puede mejorarse, que hay que crear espacios y lugares dentro de él para intentarlo, pero que no es humanizable, porque no puede ser un espacio de democratización radical a menos que niegue sus propias lógicas constitutivas.



Me tuve que ir de la ceremonia cuando sonaban los primeros acordes de la Cantata, los cuales se fundieron en mi mente con el apasionado llamado de Teitelboim a construir un siglo 21 donde habremos conseguido recuperar las esperanzas en la emancipación.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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