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Un día de censo


Quiero contar una historia que le ocurrió censar a una amiga a quien le tocó censar el día 23 de abril. No sé si voy a poder hacerlo de la misma forma en que lo contó ella, pero trataré.



Se sabe a qué comuna de Santiago me voy a referir, y has recorrido alguna vez sus calles tranquilas y solitarias del sector de Colón 8000, o quizá cerca de Bilbao, y del Parque Intercomunal.



A Marcela le dieron un mapa y 20 casas para censar, con un curso de última hora con las instrucciones sobre cómo hacerlo. Una de las instrucciones curiosas fue que debían comenzar censando una casa y luego, con el hombro derecho pegado a la pared -literal y gráficamente- avanzar en las casas de la cuadra que correspondiera, sin separar el hombro del muro guía.



Marcela, absolutamente involucrada en su papel de censista, se bajó del auto, estiró su mapa, ubicó su norte y emprendió su tarea voluntaria de ciudadana bien empapada de conciencia cívica.



Primera casa: búsqueda del timbre entre las enredaderas, 8 de la mañana (quería terminar temprano). Uno que otro ladrido de perro pegado a la reja, y bueno, al parecer no había timbre, así que a gritar «Ä„Aló! mientras piensa la ironía de pasar cinco años de universidad para estar aquí gritando (de nuevo ) Ä„Aalooó!



Cuando había decidido irse se le acercó un señor de aproximadamente 70 años y le dijo: «Soy jubilado de Carabineros y vivo en esta misma calle, pero al frente. ¿Usted me va a censar?»



-No, señor. Yo no voy a cruzar; seguramente le tocará a otra persona (por el asunto del hombro derecho pegado a la pared).



-Ä„Pero cómo es posible que las cosas se hagan tan mal en este país! ¿Qué le cuesta cruzar la calle para ir a censarme? Ä„Así las cosas no van a resultar nunca, este censo es un fracaso!- contestó el hombre



-Ä„Señor, esas son las instrucciones, por favor, yo estoy cumpliendo una labor! Ä„Reclame en otra parte, no mate al mensajero!, contestó la censista, y siguió caminando, mientras pensaba que el comienzo de su día como censista le había ayudado a despabilarse del frío y del sueño.



Otra casa: ahora un timbre que al parecer no funciona, y el mismo señor detrás. «Ahí no le van a abrir. Vive la loca de los siete perros«, le advirtió.



Marcela lo mira con gesto incrédulo que a ella le parece convincente para alejar a este señor que se estaba transformando en un molesto acompañante.



Otra vez «aló», una puerta que se abre y ladridos de distintos tenores, junto a un montón de perros de todas las edades y razas que la reciben dando brincos hasta su cintura, mordiendo los cordones de sus zapatillas, y expeliendo olor a perro abundantemente.



La dueña de casa la hizo pasar amablemente, mientras trataba de acallar a sus regalones.
Efectivamente eran siete, contó Marcela dando un vistazo en círculo mientras se sentaba en un sillón manchado y tropezaba con los platos de comida con huesos que había esparcidos por todo el living-comedor.



La mujer vivía sola, es decir, con sus perros, todos quiltros seguramente encontrados en la calle. Mientras trataba de ordenar sus papeles y escribir rápido sintió el vaho de uno de los canes detrás de su hombro.



-Señora, ¿podría decirle a su perrito que se retirara de mi hombro?-, le rogó.



Intentó sonreir, y el perro fue despedido al patio, segundos que aprovechó Marcela para estamparle una feroz patada a uno de los animales chicos que baboseaba mientras mordía sus zapatillas.



El olor a perro la obligaba a respirar apenas. Cuando finalizó la entrevista casi corrió a la calle, logró llegar a una pequeña plaza y respiró hondo el aire de nuevo.



Había empezado a salir el sol. Se sentó en el pasto, dejó sus papeles y carpetas y hasta se sacó la pequeña cartera de la cintura para disponerse a seguir con su labor… y de pronto recordó que por el apuro de salir rápido de la casa de los perros se había olvidado de poner el adhesivo que marcaba a las casas censadas.



-No me demoro nada- se dijo- y corrió, dejando todas sus cosas en el lugar para pegar la marca de «censada» en la casa de los siete perros.



Lo hizo, y cuando regresaba hacia la plaza le pareció que ésa era la hora en que todos los perros del barrio salían de paseo, y directamente hacia sus papeles abandonados en un banco. Corrió rápido para recuperar los inapreciables materiales que ya se empezaban a diseminar, y cuando se agachó -Ä„mala cosa!- al dar una mirada por el hueco que formaba su brazo vio venir como en cámara lenta hacia ella un enorme perro pastor inglés, de esos de hocico puntudo y pelo largo, que avanzaba con la lengua afuera y enormes trancos que arrancaban restos de barro. El can la arrojó de espaldas y le lengüeteó la cara.



Marcela , tratando de alejar al perro y no provocarle un disgusto -mal que mal solo quería jugar- se sentó y vio aparecer a una niñita asustada que la miraba.



La censista, furiosa al adivinar que era la dueña del perro, le pidió con dureza que se lo llevara. Después de tres ineficaces llamados de la niña, que pronunció débilmente «Ä„Toby!» con una voz que no convencía ni a su perro ni a ella misma, corrió hacia su casa diciendo que llamaría a su papá.



Mientras tanto, Toby estaba sentado con las patas delanteras encima del formulario más importante del censo de Marcela, y con tantas ganas de seguir jugando que tomó con sus dientes el brazo de mi amiga y no la soltó.



La cosa se estaba poniendo seria para ella, así con otro golpe de pie firme y certero logró zafarse del juguetón, y comenzó a correr hasta otra de las casas que debía censar.



La reja se abrió sola y salió una anciana de aspecto apacible y educado, quien la hizo entrar amablemente a su casa y le ofreció la mesa del comedor para que tuviera mejor apoyo para su carpeta de trabajo.



En el comedor se encontraban una niña de 9 años y un niño de 7 aproximadamente, con el almuerzo servido. En eso apareció por un pasillo una mujer de unos 45 años, fumando, con bata de levantarse muy ceñida en un cuerpo robusto y enorme y con actitud de pocos amigos. La mujer le lanzó como saludo «Ä„Ah! Llegaste justo p’al show del almuerzo!» Y se sentó en la mesa, junto a sus hijos, con el cigarro en la boca.



El niño pequeño, mal sentado, comenzó a llorar mientras protestaba que no quería comer. Marcela llegó a saltar con el fuerte golpe que la mujer de 45 dio en la mesa frente a su hijo antes de gritarle «Ä„Y comís maricón de mierda, o si no te saco la cresta! ¿Escuchaste?»



«Caracoles», pensó Marcela, «si me ofrecen comida en esta casa juro que me la como toda», antes de dirigir su atención a la tierna viejecita.



-¿Cuántas habitaciones tiene en esta casa?- le preguntó.



-Tres, señorita.



En ese momento la niña modosita que comía junto a su hermano, el que aún lloriqueaba, la corrigió: «No, abuelita, acuérdate que son cuatro».



Otro combo en la mesa que hizo saltar a Marcela. Pero esta vez fue la tierna viejecita quien lo dio, transformada en una bruja aterradora frente a los ojos de la encuestadora mientras le gritaba a la niña «¿Quién está contestando, cabra ‘e mierda?».



Cuando le tocó el turno de contestar sobre su estado civil la fornida mujer, que entretanto había comido pan, tragado bebida, y masticado del plato mientras fumaba, ésta contestó «¿mi estado civil? No sé, poh, si el maricón me abandonó y me dejó con estas mierdas de críos».



-Yo voy a poner lo que usted me diga, señora-, contestó, y resolvió rápido el punto con la opción «separada».



Luego tenía que contestar el niño.



No se preocupen, dijo Marcela, pueden contestar por él, (el pequeño, en tanto, se había parado de la mesa e ido a su pieza sin comer y aún llorando).



«¿Qué? ¿Que no va a venir este maricón igual a su padre? Espérate no más, que yo te lo traigo p’a que conteste», exclamó su madre. Salió de la habitación y volvió arrastrando a Martín del pelo para sentarlo de nuevo en la silla.



«Ä„Contesta, mierda!», lo estimuló, mientras Marcela le preguntaba «¿Que edad tienes?»



El niño contestó con un lloriqueo mezclado con palabras que no entendió de ninguna manera. «Por favor, señora, conteste usted por el niño», rogó tragando saliva.



Cuando terminó un momento que había parecido eterno, Marcela se dispuso a salir sólo para encontrarse con la tremebunda que la esperaba en el umbral del pasillo. «¿Se va? ¿Eso era todo?» le preguntó ante la puerta sin abrir.



Marcela volvió a tragar saliva cuando la abuela la acompañó hasta la salida, con una sonrisa serena y cortés.



La encuestadora salió transpirando mientras pensaba «no puede ser, esto no puede estar pasando en el Chile del siglo 21», antes de tocar su siguiente puerta.



De nuevo la interpeló el viejo infernal: «En ésa si que no le van a abrir», dijo, desmentido al instante por una señora muy anciana que abrió la puerta de la censista.



«Sabe, mi situación es algo especial», le dijo como bienvenida. «Voy a tener problemas con una pregunta».



-Bueno, señora, no se preocupe, cuando lleguemos a ella lo resolvemos- le contestó.



-No: sabe que le quiero contar algo-, retrucó.



Y Marcela pensó: «no faltaba más, ahora voy a ser confidente quizás qué lata».



-Señora, después que terminemos la encuesta me dice lo que quiera -cortó- ¿Estado civil?



-Bueno, eso es lo que yo quería decirle…



-Tenemos que poner lo que usted nos diga. ¿Casada, soltera, viuda, separada?



-Es que no sé si soy casada o viuda…



-¿…?



-A mi marido y a mi hijo los sacaron de esta casa varios hombres vestidos de civil. Nunca más he sabido de ellos. Son detenidos desaparecidos. Ignoro si están muertos o vivos.



-(la reacción de Marcela se notó en la palidez de su rostro, sus ojos repentinamente húmedos y la mirada fija en el cuestionario, sin atreverse a mirar) Señora, debo poner lo que usted me diga. ¿Casada, separada, viuda…?



-Casada -contestó la mujer.



Marcela siguió con las preguntas presurosa, sin levantar la vista. Aún quedaba algo más.



-¿Cuántos hijos nacidos vivos tuvo?



-Dos.



-¿Cuántos de esos hijos nacidos vivos viven aún?



Tras diez segundos de eterna espera en los que Marcela aprovechó de respirar, incapaz de decir nada pero con ganas de irse lo más rápidamente posible, la encuestada contestó:



-Dos.



La censista se fue de esa casa con un nudo en el alma, prometiéndole a la anciana que iba a hablar sobre su caso, que iba a decir que no habían sido considerados en el censo, pero con la certeza que no sería capaz de hacerlo porque nadie realmente le haría caso. Hace tanto tiempo que han sido olvidados…



Marcela se dio cuenta al final de la jornada que le habían dado un mapa erróneo y que había censado más viviendas de las que le correspondían. Pero también pensó que las casas a las que le había tocado llegar eran de cuento en plena realidad. Valió la pena.



* Historia verídica de un día de censo de una profesora cualquiera, en una municipalidad cualquiera, cuyo nombre queda en reserva.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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