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Fútbol y globalización


La queja es casi unánime. El fútbol del Mundial ha sido de equipos de esfuerzo, de orden y método, pero con pocos espacios para el divertimento y la expresión de ese talento que, no siempre productivo, alegra a los hinchas.



Los equipos se ordenan de atrás, guardan con celo su retaguardia y prefieren jugar al contragolpe, apostando a los zarpazos o incursiones a tierra extranjera. Me he preguntado si esto no es, también, un fenómeno de la globalización.



¿En qué sentido? En el sentido de que las selecciones tienden a jugar parecido a las otras y que los estilos tan distintivos de antaño sólo brotan esporádicamente. Así, lo que en general se critica del fenómeno de la globalización -la tendencia a una uniformidad regida o impuesta por un sistema global a través de sus instrumentos más eficaces, como el Fondo Monetario Internacional o pura y simplemente por Estados Unidos- podría endosársele al fútbol actual.



Todavía quedan esos genios del juego, imprevisibles y descarados, que brillan aún más ante tanto sometimiento a un esquema. Son los representantes de una cierta rebeldía, de los que siguen haciendo uso de su libertad en el campo de juego. Pero ellos, para sobrevivir, deben ser geniales y metódicos, estetas y productivos, inesperados y eficientes.



En el mundo occidental actual, algunos países conservan -pero cada vez menos- sus señas de identidad. Los españoles y su vocación por el goce, los italianos y el gusto por las formas, los franceses y su pasión por las ideas y el debate.



¿Y Chile? Como en el fútbol, seguimos buscando nuestras señas. Hemos apostado por el orden y cada cierto tiempo sobreviene una nostalgia. No es que antes fuésemos tan distintos ni estandartes de una manera de ser única, sino que tal vez sólo añoramos los tiempos en que -básicamente equivocándonos- sentíamos la necesidad del ejercicio de buscar esa manera de ser propia. Sentíamos que había libertad para ello.



Tal vez por falta de talento y genio, esos intentos tuvieron mucho de fracaso y, entonces, los sacristanes del orden, de las cosas bien hechas, pero sobre todo hechas sin escándalo -podría escribirse: sin pasión- fueron llevando la voz cantante.



En el fútbol nos adscribimos a la tesis del equipo «táctico», donde los jugadores ganan premio por hacer las cosas que se les indican y nunca pasarse de la raya. Atletas contenidos, pendientes de las instrucciones y que sospechan de las cosas insospechadas que podría brindarles dar curso a sus intuiciones, a su talento.



En el llamado «ordenamiento social», alabamos el freno, reverenciamos a los señores grises que cuando alzan la voz es casi siempre para hacer llamados al orden, a la autorregulación, a la responsabilidad, a no agitar las cosas.



Por eso, cuando miramos los partidos del Mundial por la televisión nos parece vernos -aunque con menos eficiencia- en esos equipos de pocas luces que reservan las jugadas brillantes, los inventos, para las ocasiones casuales o casi nunca. Y todos, todos, soñamos con un equipo que luche y se divierta, donde sus jugadores gocen con su trabajo y brinden alegrías por sentirse atraídos por la fantasía. Esa fantasía que, quizás sin haberla tenido nunca, seguimos añorando.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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