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«Tierra de campeones»: crónica de vuelo

Iquique tiene el poder de incitar la imaginación; es una ciudad de cimientos profundos. No son cimientos arqueológicos, sino imaginarios.


No hace mucho divisé desde un avión la costa norte de Chile, el borde orlado de espuma entre el índigo del Pacífico y el ocre rojizo del desierto. Según el mapa de a bordo pasábamos frente a Iquique, a mil kilómetros por hora.



No se veían muchos detalles, pero con la mente le hice zoom a las calles del puerto. Hasta tuve la ilusión de ubicar el punto exacto de la rada donde estaba hundido el caleuche nacional de la Esmeralda, o la ubicación de Caleta Buena, donde nació el otro Arturo de Iquique: Godoy, nuestro gran casi-campeón mundial.



Iquique tiene el poder de incitar la imaginación; es una ciudad de cimientos profundos. No son cimientos arqueológicos, sino imaginarios. En nuestro país suplimos la falta de arqueología con la pluma del historiador o la del poeta, y como Iquique ha sido escenario predilecto de historiadores y escritores, se fue convirtiendo en un lugar mítico, un punto clave de articulación para la larguirucha ficción colectiva que llamamos Chile.



Así como no hay Chile sin un Arauco ficticio, no hay Chile sin Iquique y sus historias. Mirando la ciudad desde 10 mil metros de altura recordé la enumeración gloriosa que me dio don Jorge Velis, ex director del Liceo de Aplicación, iquiqueño de cepa: «Teníamos campeones de todo: fútbol, box, básquetbol, lucha grecorromana, natación, waterpolo, tenis, pesca submarina, ping pong, pista, largo fondo, medio fondo. Hasta campeones de rayuela y de bochas hemos tenido, y en el béisbol nadie nos hacía la competencia. Y se me olvidaba el judo, y el palitroque: en Iquique tenemos el récord nacional de palitroque desde 1935, a nombre del tano Solezzi».



Tierra de épicas guerreras y deportivas, sin duda, pero también tierra de sombras menos gloriosas. «Seguía pasando el tiempo y seguía historia mala, dureza de sequedades, para siempre se quedara», dice la letra de Luis Advis en su Cantata Popular Santa María de Iquique: «murieron tres mil seiscientos, uno tras otro». Y junto con el recuerdo indeleble de los muertos de la Escuela Santa María de hace 95 años están los espectros que penan en toda ciudad ocupada, los vestigios tristes de una población peruana próspera y pacífica expulsada de su ciudad natal después de la guerra del Pacífico.



En el avión leí acerca del viaje de Pinochet al puerto del norte y de su regreso repentino. A lo mejor por eso escruté con más ahínco el paisaje debajo del 767. El hombre que según algunos expertos tiene graves problemas de memoria acabó sucumbiendo al vívido recuerdo de su juventud en Iquique. Pensé que al instalarse en ese sitio tan cargado de simbolismo, Pinochet no solo quiso ir en busca del tiempo perdido, en una especie de proustianismo degradado, prusiano, sino en pos de la gloria.



Hay que recordar que Pinochet padece de una locura mayor, muy anterior a su decadencia física y previa a cualquier accidente vascular. Es la demencia que ya se discierne en el tono chillón de sus discursos antiguos, por supuesto, pero que se revela también en la monomanía de su notorio afán por transformar su apariencia física, adoptando la parafernalia y la utilería que él creía apropiada para sus desvaríos de gloria.



De ahí salen los lentes oscuros, la bochornosa capa del entierro de Franco, la gorra más alta que las otras, las cinco estrellas, el uniforme plagiado del de O’Higgins, la espada que le apropió al padre de la patria, la perla en la corbata, el anillo matonesco, el bastón kitsch de lord inglés, el jockey de abuelito resfriado. Es la versión pinochetesca del drag, el simulacro que confunde las fronteras entre el disfraz y la realidad, su rasgo principal junto a la crueldad.



Pinochet, no hay que olvidarlo, se preocupó de ponerse el uniforme de combate para el tanquetazo de junio del ’73, para darle a Allende, a Letelier y a Prats la imagen de lealtad necesaria y así tenderles su trampa mortal. El abrupto regreso a sus cuarteles de invierno indica que Pinochet simplemente no soportó ver tanto fantasma suelto que lo vino a penar en las noches iquiqueñas: un exceso peligroso de memoria.



Los dementes a veces son capaces de involucrar a los demás, de convertirlos en lacayos y cómplices de sus delirios. Al aterrizar en Santiago me pregunté si Pinochet, ahora en su rol de ancianito devoto, nos sigue usando como tramoyas de su fantochería, o si simplemente el país le está haciendo creer que le creemos.



En cualquiera de las dos alternativas, el sobreseimiento dejó libre al criminal que se esconde debajo de todos los disfraces. Para nosotros, que compartimos el escenario de una manera u otra, será también el aplauso o el abucheo de la historia. Dureza de sequedades, para siempre se quedará: Iquique fue implacable.



(*) escritor y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Haverford, EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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