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Santiago sin micros

La abrumadora mayoría de las ciudades del mundo tienen sistemas de transportes integrados de propiedad pública, y Santiago es una de las pocas excepciones. El argumento que se usa normalmente es que eso siempre ha sido así.


Pocas instituciones son más chilenas que la micro. Amarilla, dura, pretenciosa (casi todas tienen una estrellita Mercedes Benz al frente), ineficiente, pero capaz de desafiar todos los esfuerzos por erradicarla. No es un autobús, sino un chassis de camión al cual, con típica viveza criolla, se le ha construido una carrocería encima.



Desde que se eliminaron los paraderos a fines de los ’70 (ya que interferían con la libre voluntad del conductor de detenerse donde le viniera en gana), estas verdaderas locomotoras urbanas han aumentado aun más su generoso aporte a la contaminación de nuestra capital, que algunos han calculado disminuiría un 20 por ciento si sólo se detuvieran donde se supone que lo hagan.



¿Es la continuidad de su presencia culpa sólo del poderoso gremio que los agrupa, como nos gustaría creer? ¿Por qué un país que tiene un sistema de recaudación de impuestos por internet más avanzado que el de Estados Unidos tiene un sistema de transporte público comparable con el de Bangladesh? Me temo que la respuesta va mucho mas allá de la supuesta malevolencia de los dirigentes que fueron a la cárcel, esposados por sus intentos de paralizar la ciudad.



Hace algunos años un distinguido ingeniero de transportes, catedrático universitario en esa especialidad, me dijo que aunque el sistema de «boleto cortado» que aplicaban las micros (y que provoca sus carreras desenfrenadas por la ciudad) tiene aspectos negativos, no se le ocurría cuál podía ser la alternativa. Otro, con responsabilidades en el sistema de transporte de Santiago, me señaló que se había opuesto rotundamente a la construcción de la Línea 5 del Metro, porque le parecía que era una manera muy ineficiente de gastar los recursos públicos que se podrían destinar, en cambio, a las tan mentadas vías exclusivas.



Menos mal que don Patricio insistió, porque de lo contrario no tendríamos Línea 5.



La persistencia de las micros a inicios del siglo 21 refleja esta mentalidad. A la hora de considerar proyectos de carácter público, lo único importante es que se gaste lo menos posible. La comodidad de los ciudadanos, el tiempo que se tomen, su seguridad, son todos elementos secundarios al lado del criterio decisivo: minimizar el impacto en el erario público. Con todo lo que ha mejorado en los últimos años, la lamentable situación de Ferrocarriles del Estado es un buen ejemplo de ello.



La abrumadora mayoría de las ciudades del mundo tiene sistemas de transportes integrados de propiedad pública, y Santiago es una de las pocas excepciones. El argumento que se usa normalmente es que eso siempre ha sido así. ¿Es una buena razón? Durante los últimos veinte años hemos cambiado muchas cosas que «siempre se habían hecho así».



Una buena amiga siempre me dice que así como hay personas en auto, inimaginables sin sus cuatro ruedas, hay otras que son de a pie, y que yo caigo definitivamente en la segunda categoría. Siendo ante todo citadino, me gusta caminar y disfruto recorriendo mi Santiago natal, una ciudad poco apreciada y valorada pero que tiene encantos muy especiales.



Y debo confesar que pocas veces la he disfrutado más que el lunes y martes de la semana pasada, sin esas locomotoras amarillas atravesándola de un lugar a otro, haciendo ruido, llenándola de humo y dándole a su textura ese aire de neurosis permanente que rara vez la abandona.



Volvamos a los trolleys, los tranvías (¿por qué se siguen usando en tantas ciudades europeas y nosotros los abandonamos? ¿Es que estamos mas adelantados que Viena o que Bruselas?), pongamos autobuses decentes (construidos para seres humanos, no para ganado vacuno), expandamos el Metro, pero eliminemos la plaga amarilla que nos invade y corroe lo más propio que tiene una ciudad, que es su espacio público.



* Director del Programa Internacional de la Fundación Chile 21
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