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El siniestro parecido de Bush con Osama bin Laden

El valor de la teoría de los derechos humanos que la comunidad internacional ha ido elaborando para prevenir la repetición de los grandes crímenes que asolaron el siglo 20 es que ella también debe aplicarse a los delincuentes terroristas.


La semana próxima se cumple el primer aniversario del 11 de septiembre de las Torres Gemelas, un acontecimiento espectacular, melodramático en su desarrollo y en sus efectos, pero en definitiva ajeno, incapaz de reemplazar en mí, y espero que en nuestro recuerdo colectivo, nuestro propio 11 de septiembre de 1973.



No obstante, sin duda lo arrinconará en los balances y en las crónicas del siglo. Lo reducirá a una línea o quizás a una ausencia en los futuros libros de historia, pero jamás en nuestro recuerdo.



Por ello, consagraré esta crónica a un balance anticipado del acontecimiento neoyorquino, pues en la semana próxima mi memoria estará atada, como siempre lo ha estado, a ese otro acontecimiento que cambió nuestra vida histórica.



Después de casi un año del día de las Torres Gemelas, se han disipado, junto con el polvo y la tristeza inmediata, los efectos de superficie, las reacciones que sobrevaloraron el acontecimiento y la retórica de cambio de época con que se le rodeó.



Sin duda se trata de un significativo cambio histórico, pero no de un giro de época. El más importante país imperial se enfrentó por vez primera a su vulnerabilidad, a su debilidad en materia de seguridad, frente a terroristas capaces de entregar sus vidas para experimentar con formas masivas de destrucción que superaron todo lo conocido.



La diferencia entre un militante que se forra de explosivos para hacerlos detonar en un microbús o en una cafetería y la falange de operadores del 11 de septiembre es absoluta. El asunto no estriba solo en la cantidad de muertos, sino en la capacidad de asestar un golpe en el corazón de la primera potencia militar. Con ese gesto transformaron a una nación segura de su poderío en una atemorizada, y generaron en sus gobernantes reacciones paranoicas, que los han conducido a la crueldad.



Como era de esperar, después de ver y oír las primeras reacciones del halcón Bush, el balance del acontecimiento del 11 de septiembre de 2001 ha sido desastroso. Se volvió a ratificar la tendencia de Estados Unidos a tomar decisiones unilateralmente, conducidas en este caso mucho más por la pasión, la necesidad de restaurar su imagen y su autoestima que por la racionalidad de largo plazo.



Si hubiera actuado en función de criterios estratégicos, hubiera aprovechado esta oportunidad para legitimar a escala mundial la lucha contra el terrorismo. Pero el único modo de hacer eso es mediante su legalización, lo que pasa por el reforzamiento de Naciones Unidas, por el aumento de la representatividad del Consejo de Seguridad y por la aceptación de tribunales internacionales.



En lugar de ese camino, que es el único que a la larga puede dar frutos, se buscó la venganza guerrera. Estados Unidos tuvo éxito, junto con Gran Bretaña, en eliminar el régimen talibán, pero no ha logrado dar caza a Osama bin Laden ni derrotar su movimiento, el que por no tener territorio ni rostro, por no dar signo alguno de existencia, por no saberse siquiera si en verdad sobrevive, aparece dotado de un enorme poderío simbólico.



Además, Estados Unidos ha ensuciado aun más su comportamiento en esta guerra con el tratamiento a los prisioneros que tiene confinados en Guantánamo, un tema que la prensa internacional prácticamente ha silenciado. La administración Bush ha creado la peregrina teoría que los terroristas no tienen ni siquiera derecho a juicio. Los pocos testimonios que han logrado filtrarse hablan de un régimen de reclusión que debería convocar a una campaña internacional de reclamo.



El valor de la teoría de los derechos humanos que la comunidad internacional ha ido elaborando para prevenir la repetición de los grandes crímenes que asolaron el siglo 20 es que ella también debe aplicarse a los delincuentes terroristas. Ellos, aún siendo violadores masivos de esos derechos, deben tener acceso a un juicio justo, y mientras están en prisión, a un tratamiento digno de seres humanos. Ningún crimen, por muy feroz que sea, borra los derechos del delincuente.



Lo poco que se sabe de las condiciones en que viven los prisioneros de Guantánamo justifica una acción enérgica de Naciones Unidas, de la Cruz Roja Internacional y de los ciudadanos que respetan la democracia y que creen que ella es deber aún para las potencias todopoderosas.



En vez de haber aprendido de la experiencia del dolor que le inflingieron fanáticos sin principios, Estados Unidos se ha puesto a su altura. La manera vengativa como manejó la guerra, sin preocuparse de verdad por la integridad de los civiles, es un ejemplo, y Guantánamo es otro.



Solo faltaría que EEUU, pese a las advertencias en contrario de la opinión publica internacional, de sus propios aliados y de Naciones Unidas, atacara a Irak para que se pudiera decir que Bush constituye un peligro mayor que Osama bin Laden.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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