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La división de las aguas (de Santiago)


El alcalde Lavin ha vendido los derechos de la Municipalidad de Santiago a la gratuidad perpetua del agua que utiliza. Se trata ya de un episodio consumido y superado, sin mayor vuelo como espectáculo. Una operación menor, una buena anécdota de barrio que, sin embargo, sirve de pretexto para un paseo por los bordes retóricos de la economía del Mapocho.



No es habitual en nuestro medio que aparezcan en debate conceptos como «gratuidad» y «perpetuidad», que están en los límites de la economía y tienen que ver con lo que es propio de su sistema, con lo que su lenguaje expulsa como ajeno o se traga, triturándolo entre tartamudeos. El tiempo y el valor, puestos en escena por este episodio, permiten explicitar algunos de los supuestos invisibles y los alcances silenciados del discurso económico, y distinguir al pasar, en lo que la economía dice, lo que efectivamente hace.



La economía líquida



La operación se ha presentado al público como «un excelente negocio», diseñado según una «impecable lógica económica».



«La Municipalidad tenía un recurso, que era la gratuidad del agua, pero no lo podía utilizar. No se puede alimentar con agua a la gente… pero si puedes cambiar esa agua que no valoras, por dinero… es muy útil». (J.R. Valente. El Mercurio, 6 de julio de 2002).



Lo que aquí se nos dice es que el ahorro de 600 millones anuales que significaba la gratuidad del agua era inútil. Parece sorprendente, pero el primer requisito del argumento es depreciar el bien que se abandona.



Puede que en la reserva, bajo la manga del autor, la inutilidad que se alega se refiera a la falta de usos alternativos del recurso. Se olvida mencionar los fondos que se liberan del presupuesto con el ahorro del agua, y se nos insinúa, en cambio, que los 600 millones que se tendrán que pagar en adelante en cuentas de agua son irrelevantes.



Luego se afirma que el asunto es alimentar a la gente, no con agua sino con dinero. Finalmente, que el dinero es «muy útil», más útil que el agua -seguramente porque es más «líquido»-.



Todo esto se nos dice, en una mezcla de incontinencia y de inconsistencia, de lógica y demagógica, por necesidades de la alquimia, para efectos de la transmutación del agua en liquidez o, lo que es igual, para la transformación de la piedra en el oro de su ensueño.



El valor del despilfarro



El mismo «economista encargado del estudio técnico» asegura, en la misma entrevista, que sí valora el agua: «no hay nada más ecológico que ahorrar un recurso que se está desperdiciando, y eso esta haciendo la Municipalidad. Este negocio aplica incentivos correctos para cuidar un recurso valioso que es el agua».



El agua pasó del desprecio a la valoración en el intervalo de un par de párrafos. Esto es interesante. La valoración del agua no es una consecuencia de la escasez. La escasez debe ser producida, y la disponibilidad y la abundancia deben ser suprimidas como condición para acceder al valor.



El economista necesita crear la escasez -primero en el lenguaje, luego en los hechos- para poder valorar el agua.



El privilegio del presente



La gratuidad implicaba un ahorro y una ganancia anual para la Municipalidad del orden de 600 millones de pesos. Una de las dificultades para valorar la transacción proviene del extraño atributo de la perpetuidad de este derecho, del carácter inconmensurable y abierto del futuro. ¿Cómo valorar la perpetuidad, como medir lo desmedido?



Lo que importa es el valor de lo que la Municipalidad obtiene a cambio de su derecho. Supongamos que la unidad de medida sea el tiempo. La Municipalidad obtiene 10 años de agua ahora, a cambio de 20 ó 50 o una eternidad de pagos futuro. El presente es valorado por el vendedor en dos veces, en diez veces, es infinitamente más valorado que el futuro.



¿Qué hace tan valioso a este presente? La capacidad política ganada. Esa es la respuesta del alcalde: lo veremos más adelante.



El valor del presente radica en su dominio del futuro. Esa es la respuesta de los economistas a la pregunta que hicimos mas arriba. Hacer presente al futuro, actualizarlo, traerlo a valor presente, haciéndolo líquido, liquidándolo, transformándolo en agua entre las manos.



En esta anticipación, en esta operación de pedir prestado el futuro -o de cobrarle alguna deuda-, el presente gana en opciones y libertades lo que pierde el futuro en amplitud y flexibilidad. Y aunque no toda prenda implique una pérdida, está claro que esta venta impone al menos una hipoteca sobre la inversión ambiental del municipio.



Permanece la urgencia alegada -figura preferida de la excepción en la retórica económica-. La urgencia es la que coloca al municipio en la situación desmedrada en que se encuentra. Permite dejar de lado el buen sentido económico y establece la inmediatez de las carencias. La escasez es la figura madre que autoriza y desencadena la lógica del economista. El sentido de la urgencia es producir esa escasez necesaria, esa pobreza imperiosa, que desde el momento en que se produjo retóricamente, se produjo en la realidad.



En la urgencia, encontramos nuevamente y extremado el privilegio del presente -ahora dramatizado- en una operación que asimila la venta a la emergencia de una catástrofe. La urgencia es imperativa, no deja alternativa y obliga a la acción. En la emergencia se borran la libertad y la igualdad de los contratantes, anulándose en su turbulencia las reglas de la economía y del mercado.



En el recurso a la urgencia, en la emergencia fingida, se puede adivinar que el negocio es simplemente malo.



La producción económica de la ciudadanía



La operación política consumada en el agua consiste, en apariencia, en transferir de la comuna a la comunidad los beneficios de un derecho de gratuidad. No interesa aquí que en esta operación se diluya un capital institucional, que el municipio se descapitalice y su patrimonio se consuma. Lo que interesa enfocar ahora es el tipo de ciudadanía que se instituye.



Lo que se transfiere del municipio a la gente -por vía de su disolución- es una gratuidad, un derecho histórico ganado. El municipio pasa de beneficiario de una donación a donador. Renuncia a su privilegio «parásito» y lo transfiere a la ciudadanía, en un movimiento que transforma todo patrimonio común en sobrante virtual, cumpliendo así con la profecía que separa irremediablemente a los individuos de la comunidad.



En esta separación -antieconómica- del patrimonio y del gasto se consagran la esclerosis de las instituciones, la apatía y la indiferencia ciudadana y la subsidiaridad política del Estado.



Aquí, en el agua, no hay la destrucción creativa en que se complacen los economistas. Lo que hay es el antiguo mecanismo de una destrucción sacrificial que tiene precisamente como meta ser una donación que sea necesariamente devuelta al donador.



En el otro extremo, el beneficiario de esta donación se transforma en indigente y menesteroso, limitando sus derechos políticos a la aceptación de «lo que sea su cariño». La política como donación separa al ciudadano de la producción de su sociabilidad y de su vida, relegándolo al consumo de la donación. El ciudadano se convierte en receptor de un don sobre el que no tiene más título que la apelación a la generosidad del donante. Se instituye así un derecho nuevo, en la resta subrepticia de toda seriedad y densidad a la ciudadanía: el derecho de petición como exigencia de limosna. Es un derecho inmotivado a recibir, como norma, los frutos de lo que es una renta de excepción.



En esta forma de la política, el ciudadano convertido en consumidor encuentra su modelo en el mendigo. El indigente es el consumidor en estado puro, receptivo, gastador y consumista.



El Estado, del que nada productivo se debe esperar, es puesto en la posición de un parásito aristocrático del que se debe exigir el desprendimiento de sus bienes en beneficio paliativo de los improductivos.



En este esquema, la política es una transición hacia el fin de la política.



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La división de las aguas: La economía flotante

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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