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La división de las aguas: La economía flotante

La escasez es la figura madre que autoriza y desencadena la lógica del economista. El sentido de la urgencia es producir esa escasez necesaria, esa pobreza imperiosa, que desde el momento en que se produjo retóricamente, se produjo en la realidad.


El alcalde Lavin ha vendido los derechos de la Municipalidad de Santiago a la gratuidad perpetua del agua que utiliza. Se trata ya de un episodio consumido y superado, sin mayor vuelo como espectáculo. Una operación menor, una buena anécdota de barrio que, sin embargo, sirve de pretexto para un paseo por los bordes retóricos de la economía del Mapocho.



Un recorrido por aspectos laterales -por la palabrería del negocio- tal vez permita dar una mirada a las formas en que producimos y reproducimos la pobreza, en el lenguaje y en las instituciones.



No es habitual en nuestro medio que aparezcan en debate, conceptos como «gratuidad» y «perpetuidad», que están en los límites de la economía, y tienen que ver con lo que es propio de su sistema, y con lo que su lenguaje expulsa como ajeno o se traga, triturándolo entre tartamudeos.



El tiempo y el valor, puestos en escena por este episodio, permiten explicitar algunos de los supuestos invisibles y los alcances silenciados del discurso económico, y distinguir al pasar, en lo que la economía dice, lo que efectivamente hace.



1. La economía como espectáculo



La economía se propone a sí misma como el gran canto épico de la modernidad. El guión de la lucha eterna entre el bien y el mal ha sido traducido para nosotros a las batallas sin número entre crimen y castigo, entre la riqueza virtuosa y la pobreza floja. La economía nos invita al espectáculo filudo del enfrentamiento de la razón y la sinrazón. Veamos la función en el teatro Municipal.



Incontinencia verbal del economista



La operación se ha presentado al público como «un excelente negocio», diseñado según una «impecable lógica económica».



«La Municipalidad tenía un recurso, que era la gratuidad del agua, pero no lo podía utilizar. No se puede alimentar con agua a la gente…pero si puedes cambiar esa agua que no valoras, por dinero…es muy útil» (J.R. Valente, El Mercurio, 6 de julio de 2002).



Parece interesante tratar de distinguir lo que se dice y su propósito. Lo que no se dice y los efectos de lo dicho.



Lo que aquí se nos dice, es que el ahorro de 600 millones anuales que significaba la gratuidad del agua, era inútil. Parece sorprendente, pero el primer requisito del argumento es depreciar el bien que se abandona. Puede que en la reserva, bajo la manga del autor, la inutilidad que se alega, se refiera a la falta de usos alternativos del recurso.



Se olvida mencionar los recursos que se liberan del presupuesto con el ahorro del agua y en cambio, se nos insinúa que los 600 millones que se tendrán que pagar en adelante en cuentas de agua, son irrelevantes. Luego, se afirma que el asunto es alimentar a la gente, no con agua sino con dinero. Finalmente, que el dinero es «muy útil», más útil que el agua, seguramente porque es más «líquido».



Todo esto se nos dice, en una mezcla de incontinencia y de inconsistencia, de lógica y demagógica, por necesidades de la alquimia, para efectos de la transmutación del agua en liquidez o, lo que es igual, para la transformación de la piedra en el oro de su ensueño.



Tiemblen las plazas y los parques, retrocedan los bomberos y los funcionarios sedientos de Santiago.



El valor del despilfarro



El mismo «economista encargado del estudio técnico» asegura, en la misma entrevista, que sí valora el agua: «No hay nada más ecológico que ahorrar un recurso que se está desperdiciando y eso esta haciendo la Municipalidad. Este negocio aplica incentivos correctos para cuidar un recurso valioso que es el agua«.



El agua pasó del desprecio a la valoración en el intervalo de un par de párrafos. Esto es interesante. La valoración del agua no es una consecuencia de la escasez. La escasez debe ser producida; la disponibilidad y la abundancia deben ser suprimidas como condición para acceder al valor. El economista necesita crear la escasez -primero en el lenguaje, luego en los hechos- para poder valorar el agua.



En la pasada, la acusación de despilfarro recae en el alcalde. ¿Habrá que tomarla en serio? Se supone que los lenguajes técnicos no admiten frivolidades ni arbitrariedades, menos aun si «economía» es el signo de la austeridad y el rigor en el lenguaje. En realidad, la acusación no lo roza, más bien engrandece la racionalidad de su desprendimiento y su altura respecto a la inevitable irracionalidad de toda administración pública.



Para dar el paso hacia el valor, era necesario recurrir a la acusación de despilfarro y mala administración según una impecable transformación: todo lo que no tiene costo lleva inscrito en su genética incentivos perversos. Si me cobran, en cambio, tendré un poderoso incentivo para regular mi consumo de agua o de abrigo, de ideas o de oxígeno.



La retórica lógica del economista



La ampliación del detalle que se muestra aquí, la brecha formal de este acontecimiento, es la confusión entre lógica y retórica, entre lo que un discurso dice y lo que hace. La lógica no es mucho más que la coherencia interna de un argumento. La retórica, en cambio, es más compleja y más seria; es la lógica más la persuasión. La retórica es la eficacia práctica, cultural y política de cualquier lógica.



Lo que está en juego en el discurso, es convencer al público y neutralizar la crítica, recurriendo al prestigio de las investiduras y las autoridades, apelando a conceptos que despiertan adhesión en nuestra cultura o que tengan una resonancia cercana y emotiva. La ciencia, la técnica, el experto y la lógica, la racionalidad y el saber, interpretados por la economía, son la carne de la promesa que permitirá «alimentar a la gente».



La conquista del sentido común es el ideal de la retórica. El sentido común apela a la experiencia construida como evidencia y, sobretodo, a la economía del discurso -al ahorro de argumentos sobre lo que ya es sabido por la cultura-, a la borradura de los supuestos y a la impertinencia de su crítica. La crítica de los discursos hegemónicos debe asumir el costo de una travesía por la ingenuidad y por la impertinencia.



Desde el momento en que aparece la autoridad de la técnica, el peso de la fatalidad y de la evidencia cumplen con inhibirnos para discutir las formas y los detalles en los que asoman las brechas y las inconsistencias del discurso. Lo que pone en juego la retórica económica con su pretensión de ciencia y de naturaleza, es la multitud de los argumentos de la obligación con su recorte del imaginario social y de los sentidos posibles de la realidad y de la política.



2. El privilegio del presente



La gratuidad implicaba un ahorro y una ganancia anual para la municipalidad del orden de los 600 millones de pesos. Una de las dificultades, para valorar la transacción, proviene del extraño atributo de la perpetuidad de este derecho, del carácter inconmensurable y abierto del futuro. ¿Como valorar la perpetuidad, como medir lo desmedido?



Lo que importa es el valor de lo que la municipalidad obtiene a cambio de su derecho. Supongamos que la unidad de medida sea el tiempo. La municipalidad obtiene 10 años de agua ahora, a cambio de 20 ó 50 o una eternidad de pagos futuros.



El presente es valorado por el vendedor en dos veces, en diez veces, es infinitamente más valorado que el futuro. ¿Que es lo que hace tan valioso a este presente? La capacidad política ganada. Esa es la respuesta del alcalde: lo veremos más adelante.



Se nos dice que el precio fue calculado sobre la base de la determinación del valor presente de los flujos futuros. Esta técnica, basada en la anticipación, es el modo más popular de valoración de activos en nuestra economía. Lo que ella resuelve es el marco de legitimidad social y cultural del acuerdo, define los términos de aceptabilidad, de comunicabilidad social del contrato. Resuelve los términos sobre los que se dialoga y aporta los parámetros de equivalencia y justicia en los que las partes pueden convenir.



En resumen, la actualización, como dicen los contadores, es «una norma generalmente aceptada», pero que no dice nada concluyente ni sobre el valor de las cosas ni sobre el precio correcto. Es un acuerdo entre personas, en el que se borran las diferencias y se sacrifican las aristas incómodas. El vendedor, por ejemplo, acepta silenciar los costos en que incurrió y finge ignorar los riesgos futuros o los costos eventuales de una reposición. Esos aspectos se suponen saldados en el precio.



El cálculo de actualización supone el derecho a la venta y no necesita embarazarse en consideraciones impertinentes sobre la necesidad o el propósito de la venta. Supone también la igualdad de los contratantes y no se preocupa de la existencia de formas alternativas de determinación del precio -el mercado o los costos de producción, por ejemplo- puesto que los agentes son libres para contratar como quieran, y eso basta a la legitimidad de la técnica de cálculo. A condición que la ley no lo prohíba, la cultura lo tolere y la indiferencia ocupe el centro de la escena política.



La licuadora y la magia



La actualización es un modo de adivinación, una anulación del tiempo por la vía de su licuación. Es una forma contemporánea de la magia en la que vivimos, y podemos reconocer en el crédito su figura modelo.



El valor del presente radica en su dominio del futuro. Esa es la respuesta de los economistas a la pregunta que hicimos mas arriba. Hacer presente al futuro, actualizarlo, traerlo a valor presente, haciéndolo líquido, liquidándolo, transformándolo en agua entre las manos.



En esta anticipación, en esta operación de pedir prestado el futuro -o de cobrarle alguna deuda-, el presente gana en opciones y libertades lo que pierde el futuro en amplitud y flexibilidad. Y aunque no toda prenda implique una pérdida, está claro que esta venta impone al menos una hipoteca sobre la inversión ambiental del municipio (la máxima liquidez y mínima solidez de la economía y de la política que nos proponen busca asimilar la sociedad al ideal del rentismo y del capital financiero).



Asimetría de la contingencia



Volvamos al experto. ¿Qué está comprando Aguas Andinas? «La eliminación de una contingencia». La empresa elimina un riesgo y una incertidumbre, recorta las libertades de la municipalidad y le transfiere el riesgo al pasar. El municipio pasó de acreedor a deudor. Para la empresa compradora, la operación es inversa a la del vendedor: para ella se trata del valor futuro de un flujo presente. Para el comprador se trata de una inversión, y para el vendedor de un gasto.



En esta operación el futuro es vivido de común acuerdo como una línea de degradación. La depreciación a la que se apuesta en la valoración de los activos -argumento propio del comprador- queda autocumplida, descontada en la actualización. Se cierra el espacio de posibilidades, descartándose una baja de las tasas de interés o una revalorización del agua, y se abre, en cambio, el riesgo de un aumento de los costos.



El futuro queda así recortado, reducido, acotado, empobrecido e hipotecado para el municipio, pero claro, esos son los riesgos del endeudamiento.



3. ¿Y si esto no es el pueblo, el mercado donde está?



Miremos desde otro ángulo. A falta de participación popular, ¿cómo interviene el mercado en todo esto? Interviene como simulacro, como fantasma, pero no interviene en la asignación de recursos ni en la normativa del intercambio. Debió intervenir, sin embargo, para garantizar el carácter comercial, libre e igualitario de la transacción.



Debió intervenir por transparencia, para evitar la sospecha de colusión con intereses privados y, lo mismo en otro plano, para afirmar la seriedad de las convicciones del economista.



El mercado no es la mano cortada, invisible y legendaria del pintor. Es un espacio normativo antes que un mecanismo de asignación de recursos, es la institución pública -horror- de las condiciones de justicia en el intercambio y la asignación de los recursos. Si el mercado aspira a ocupar un lugar relevante en la convivencia, debe construirse como espacio público y elaborar su competencia desconfiando del juego espontáneo de los intereses establecidos. En ausencia de las normas de un espacio público, en el retiro del Estado, lo que surge espontáneamente no es un mercado abierto, sino una estructura mafiosa en la economía.



Además, pudo perfectamente intervenir si, por ejemplo, se hubiera llamado a licitación del bien que en realidad se ofrece: la capacidad de endeudamiento y pago del municipio. De más está decir que seguramente se obtendrían mejores condiciones de deuda recurriendo a la competencia.



El caso del agua invierte con exactitud el principio reclamado por la economía: «administración de recursos limitados para necesidades ilimitadas». Si miramos la venta como un expediente para contraer un crédito, la operación involucra recursos abundantes -medios variados y capacidad de endeudamiento- para un fin único y limitado; capacidad de actuación y de espectáculo político. Paradoja de los economistas.



Simulación y fantasía



Aquí se hace necesaria la intervención del simulacro. Se nos explica entonces que, comparando y simulando la adquisición de un crédito -que es lo que en realidad se hizo-, las condiciones obtenidas son las mejores, porque las tasas de interés son mas favorables ahora que en el momento de la privatización. No importa que en un mes, las tasas estarán aun mas bajas, o que en el gallito de los puntos porcentuales Aguas Andinas asegure que fue ella la que obtuvo las mejores condiciones.



Todo eso sucede en el territorio de la simulación, en el país del «como si». La economía puede ser pensada como una grandiosa obra de arte. Veamos, en otro escenario posible, en otro simulacro, lo que efectivamente sucedió.



La familia Alcalde quiere efectivo. Aun no decide si quiere viajar o dar una fiesta a los vecinos, anticipar el pago del cementerio o ampliar el estacionamiento de su casa. Lo que saben es que tienen urgencia por cambiar. Se dirigen entonces al banco y solicitan un crédito de consumo. Cuando el Banco pregunta por garantías, el señor Alcalde, pródigo y pragmático, ofrece acortar los trámites y procede inmediatamente a la realización de la garantía, traspasando su casa al banco, que se la paga al contado.



Sin embargo, los Alcalde necesitan un domicilio, les gusta su hogar -ya habían empezado las ampliaciones- y pactan arrendar su antigua casa al banco con un contrato a perpetuidad fijado más menos en el 10 por ciento anual del valor de tasación.



El prestamista, feliz, no sólo gana en la diferencia de tasas sino que elimina la contingencia del crédito. El «beneficiario», pierde la diferencia de tasas y asume con confianza los avatares del futuro. ¿De qué se trata esto? Parece un crédito hipotecario al revés: no es un leasing ni un lease back, es la transformación de un patrimonio en un gasto, mas una deuda infinita, a cambio de una satisfacción indeterminada.



No está a la altura de Lewis Carrol, pero ese es el costo del subdesarrollo literario en el país de las maravillas.



4. El asunto no es el precio, sino el sentido de la política



El asunto es saber qué sucede al ponerle precio a ciertas cosas, en este caso, el sentido de transformar un bien social en un bien económico.



En este punto, conviene señalar que valor y precio no son equivalentes. El valor es anterior al precio que lo supone. Para efectos prácticos el valor se puede entender como costo de producción, y el precio como la realización del valor.



No está de más señalar que el valor significa una cosa para el vendedor -costos de producción- y otra para el comprador -valor de uso-. El precio es el común denominador acordado entre aproximaciones heterogéneas (desde este punto de vista, la asimilación del valor al precio siempre destruye valor).



Dicho en otras palabras, el precio no puede justificarse sino en términos de una equivalencia de los valores del bien cedido y del bien adquirido. Lo que hay que demostrar es que los 6 mil millones que se van a recaudar son equivalentes a los 12 mil millones o más que se van a pagar en 20 años, y a los 24 mil millones que se van a pagar en 40 años.



Esta no es una operación imposible. Desde otro punto de vista económico, lo que está en juego es saber si se agrega valor al municipio o si se lo destruye. Bastaría que la inversión de los fondos recaudados rentara anualmente sobre 600 millones en un horizonte de duración analogable razonablemente a la perpetuidad. Esa sería otra línea «técnica» que puede validar la transacción.



Hay, desde luego, otras justificaciones posibles para desprenderse de un bien patrimonial. Su obsolescencia o su inutilidad, por ejemplo; alguna urgencia imperiosa de efectivo o, en el caso de bienes públicos, la transferencia al comprador de la carga y de las responsabilidades de inversión que el propietario no puede o no desea asumir.



Todo esto ha sido argumentado y ninguna de esas comparaciones parece pertinente; aquí no se trata de una privatización, ni el derecho en cuestión es un activo físico a depreciar. Desde luego, están los usos alternativos, que en este caso no son ilimitados sino indefinidos. Mucho no es lo mismo que cualquier cosa.



5. La economía como dramatización de la política



Permanece la urgencia, figura preferida de la excepción en la retórica económica. La urgencia alegada es la que pone al municipio en la situación desmedrada en que se encuentra. Permite dejar de lado el buen sentido económico y establece la inmediatez de las carencias.



La escasez es la figura madre que autoriza y desencadena la lógica del economista. El sentido de la urgencia es producir esa escasez necesaria, esa pobreza imperiosa, que desde el momento en que se produjo retóricamente, se produjo en la realidad.



En la urgencia, encontramos nuevamente y extremado el privilegio del presente -ahora dramatizado- en una operación que asimila la venta a la emergencia de una catástrofe. La urgencia es imperativa, no deja alternativa y obliga a la acción. En la emergencia se borran la libertad y la igualdad de los contratantes, anulándose en su turbulencia las reglas de la economía y del mercado. En el recurso a la urgencia, en la emergencia fingida, se puede adivinar que el negocio es simplemente malo.



Mucho se ha argumentado sobre el fondo económico del debate, pero ocultos en la liviandad de la forma, etérea y fugándose del interés público, están los objetivos, los propósitos y el sentido de la administración municipal. ¿Para qué queremos municipalidad, que queremos del Estado? Que discusión incómoda.



En este punto nos enfrentamos a dos inconvenientes. El primero es que el uso de los fondos recaudados no está definido y, el segundo, que una urgencia indeterminada es un contrasentido. A estas alturas, pareciera que los destinos posibles de esos fondos no son económicos -no implican una optimización de los recursos ni rentabilidad mesurable-.



No queda más que concluir que la lógica que preside esta transacción no es una lógica económica, sino una lógica política «que no se atreve a decir su nombre». Por cierto, la distinción es retórica; no hay tal cosa como una economía apolítica.



Nos preguntamos antes por los costos de transformar un bien social en bien económico, pero la cosa es más compleja. Lo que hay, efectivamente, es la transformación de un derecho en mercancía, pero el asunto no para ahí. La operación se devuelve, transformando la mercancía en capacidad política.



En este ir y venir, con la economía como pretexto y su discurso como medio de encubrimiento, las degradaciones se suceden en una serie que lleva de la propiedad comunal a la apropiación principesca de los derechos sociales, reciclados en ventajas políticas privadas.



La economía aquí no ocupa más lugar que el de una lógica triste y una mistificación paralizante de la convivencia social.



Hemos dado un largo rodeo para concluir en la obviedad del carácter político de la decisión del alcalde. Podríamos habernos ahorrado el trayecto leyendo sus declaraciones.

«Es cierto que no recibí una municipalidad en bancarrota, pero también es cierto… que nos dejaba ingresos básicamente para cubrir los gastos fijos y muy poco para inversión: unos mil 500 millones anuales que destinábamos a lo social, pero para obras mayores no había. Necesitaba romper esa inercia y lo hice».



Esta declaración es notable en varios sentidos. Es caballerosa -el trabajo sucio queda para sus cortesanos- y es clara en la definición de la relación de la economía y la política. Si bien deja en la incógnita el sentido de la ruptura -materia de otro artículo-, establece claramente la subordinación de la economía y el sentido de la política como inflexión de la inercia.



Lamentablemente, y como tantos aspectos interesantes de la figura del alcalde, esta declaración es excéntrica y no participa en el debate. Como si habláramos de otra situación y otro personaje, el argumento económico ha estado en el centro, encubriendo las motivaciones del alcalde y salvándolo de las acusaciones de «político» que le endilga su oposición. No está en la mirada de nadie el hecho que lo que salva a Lavín es su voluntad política y no su calidad de economista, y lo que lo condena, es el empobrecimiento de la comuna y de la ciudadanía que produce su política.



SIGUE…



Príncipes y mendigos

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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