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Paren la guerra en Irak

La caída de las Torres Gemelas no sólo aumentó el patriotismo norteamericano, también disminuyó la solidaridad con aquellos que viven fuera de sus fronteras.


Recuerdo como si fuera hoy aquellos días de diciembre de 1998. Iba a un mall a comprar regalos de Navidad. La carretera del condado de Fairfield, Nueva Inglaterra, estaba casi atascada con autos iluminados (eran recién las 6 de la tarde). Todo era tranquilo. Ordenado. Como es la vida norteamericana por lo general: seguir cuidadosamente todas las reglas y las leyes del tránsito.



Desde la radio de mi automóvil iban describiendo el bombardeo que recién había empezado. Sorpresivo. Anunciado pocos minutos antes por el propio Presidente Clinton. No sé por qué comencé a deprimirme mientras manejaba, aunque todo eso ocurría casi en otra galaxia.



Pensaba cómo sería si en esta parte de Nueva Inglaterra nos viniera del cielo un misil a quienes íbamos a buscar sorpresas agradables para la Navidad. O una ráfaga continua de bombas fuera cayendo sobre la carretera iluminada, encima de un millón de cabezas despreocupadas, el 95 por ciento de las cuales con seguridad no sabría indicar en algún mapa dónde quedaba Irak, ni menos explicarse por qué la potencia más poderosa del mundo en esos mismos momentos, dejaba caer bomba tras bomba sobre Bagdad (766 D.C), la que fue una de las ciudades más hermosas del Oriente cuyos jardines colgantes se contaban entre las siete maravillas del mundo.



Quizás por eso fue nada más que allí pudieron inspirarse los maravillosos cuentos de «Las mil y una noches». A cincuenta millas al sur estaba Babilonia, cuya riqueza y refinamiento de su civilización la convertirían con el tiempo -según dice el antiguo testamento- en el símbolo de la corrupción de las costumbres. Y más al sur, cerca del Golfo Pérsico, hubo otra ciudad mucho más milenaria -Ur, fundada en el año 4.000 A.C.- donde nació el profeta Abraham, venerado por judíos, cristianos y mahometanos.



Las bombas, pues, caían sobre esa antigua Mesopotamia, «la cuna de las primeras civilizaciones humanas del viejo mundo» (dice la mismísima Enciclopedia Británica) y que hoy constituye geográficamente casi todo el territorio iraquí.



Sin embargo, los misiles que descendían mortales sobre aquella vieja Bagdag eran por lanzados «por la paz» y – seguía trasmitiendo CNN– «en diciembre, que es el mes sagrado en Irak «. Por eso, a esa misma hora, pero en la medianoche de allá (y a través de aquella cadena global), se podían oír los canos y oraciones en algunos templos. «¿Pero quiénes de los que iban en estos autos por esta carretera pensaría todo eso»?, me decía, mientras iba llegando al mall en Estados Unidos, el país más rico del planeta.



Pero es también el país más rico en ignorancia de lo que ocurre en otros lugares del globo. Porque la cultura popular de que están plagados los programas diarios de televisión, junto a una información casi siempre patriótica, cuyos invitados a los foros televisivos son demócratas o republicanos (o viceversa), dan pocas o nulas oportunidades a las opiniones que están en desacuerdo con el establishment norteamericano o la política exterior de la Casa Blanca.



De allí que a falta de diversidad en los medios masivos dominantes (CNN, ABC, NBC), poca es la ayuda para que el norteamericano medio aprecie -escuchando distintas posiciones sobre un mismo problema- otros países fuera de sus fronteras. Y aquello resulta bastante contradictorio en un país que tiene las bibliotecas más actualizadas de la humanidad y donde se pueden encontrar diarios en cualquier lengua, aparte de ser la nación más conectada a Internet .



Sin embargo, la disidencia a la política norteamericana se dejo oír más temprano que tarde. Los estudiantes de la Universidad Estatal de Ohio, el 17 de febrero de 1999, levantaron una protesta bastante fuerte, con documentados argumentos y pidiendo explicaciones a la Secretaria de Estado, Madeleine Albright, quien no cabía en sí de tan indignada porque los estudiantes no sólo la estaban abucheaban en el gigantesco gimnasio, sino que rebatían la posición oficial que ella representaba.



Los jóvenes portaban un gran letrero -que misteriosamente nunca enfocaron las cámaras de CNN– como si aún estuviéramos en las masivas manifestaciones contra los bombardeos de Vietnam y la época gloriosa de los «hippies». Pero la consigna salió en otros periódicos y recorrió también el mundo y alcanzó hasta la lejana Bagdad: Stop the war.



Al llegar al mall aquel diciembre de 1998 miles de alegres personas llenaban las tiendas y cargaban tres, cuatro, seis bolsas con regalos. Otros cientos comían felices en los lugares de «comida rápida». Corrí a una tienda a mirar la televisión y contemplar las imágenes del bombardeo en Bagdad. Nada. Sólo imágenes de marcas de productos. Traté de cambiar el canal de entre los cientos de televisores nuevos de la tienda Macys, pero no era posible. Estaban todos programados para ver únicamente aquel canal de ofertas infinitas y atraer a los consumidores.



Era claro que nadie en el mall sabía en esos momentos que EEUU estaba bombardeando a Irak. La verdad es que tampoco a nadie parecía importarle que cayeran o no cayeran bombas en aquel país. Como quizás poco importó la invasión a Afganistán a fines de 2001, porque EE.UU. asumía el derecho a perseguir y exterminar el terrorismo tras la caída de la Torres Gemelas. Es posible que otra vez el poder militar norteamericano y su política excesivamente conservadora invada Irak más temprano que tarde.



No sé tampoco si otra vez los estudiantes universitarios se levantarán en protestas (parciales) como lo hicieron en 1998, gritándole al gobierno: Paren la guerra en Irak. Hasta ahora no pasa nada con ellos. Los veo felices, sanos, una hermosa juventud que parece eterna aquí, caminando despreocupados por los bellos campus universitarios, gozando lo que resta del cálido verano y el comienzo del otoño. Pero probablemente más incomunicados e indiferentes que nunca de la otra inmensa y diversa humanidad. No hay duda que la caída de las Torres Gemelas no sólo aumentó el patriotismo norteamericano, también disminuyó la solidaridad con aquellos que viven fuera de sus fronteras.



* Javier Campos es escritor y académico chileno residente en EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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