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Instrucciones para leer Allende, la señora Lucía y yo


Mi amigo Guillermo Tejeda siempre ha tenido el arte de encontrarse oportunamente en el lugar equivocado. En efecto, repasando las páginas de sus catárticas memorias, surgen algunas inevitables preguntas sobre la radical y oportunísima desubicación de su autor.



Porque ¿qué hacía Tejeda, un pequeño burgués, como él mismo confiesa, en aquel equipo de la revista Ramona que pastoreaba a los jóvenes de los años 70 hacia las sevicias de la hoz y el martillo? ¿Qué maquinaba este pálido alumno del Liceo Alemán, compartiendo disciplinadamente en Roma su vida con tres militantes ultraizquierdistas de Lotta Continua? ¿Qué pretendía nuestro protagonista en Praga, requerido por un severo Ernesto Ottone, poniendo sus notables talentos artísticos al servicio de las sombrías células del PC chileno en el exilio? ¿Qué rumiaba y fantaseaba en aquellas sufridas reuniones políticas centroeuropeas en que aparecían a veces dirigentes enfundados en uniformes verde oliva?



Yo sostengo una teoría afortunadamente indemostrable. Tejeda es un infiltrado. Un infiltrado involuntario, pienso yo. El ha vivido fronterizamente gran parte de su biografía y desde esa ventajosa posición limítrofe se ha adaptado a los más insólitos papeles. Así, nos ha podido regalar con unas memorias, que en realidad son una historia absolutamente atípica y filibustera del último medio siglo de Chile. Ese Tejeda burlón, nostálgico y lateral, siempre a punto de la pequeña insolencia, nos suministra con su libro más materia viva de país que muchos académicos mamotretos.



El texto de Allende, la señora Lucía y yo opera como una anacrónica Arca de Noé en que Tejeda introduce copiosamente anécdotas, nombres, lugares, algún réquiem, mucho humor y cierta melancolía. Intenta que el diluvio de la amnesia (ese gran negocio de la vida chilena actual) no acabe con todos esos complejos y esenciales recuerdos.



Esta arca miscelánea de la memoria le ha funcionado muy bien. A Tejeda, como al viejo Noé, le ha costado varios años construir su nave salvavidas. Ha aguantado las tormentas, ha esperado a que el cielo escampase, ha soltado la ritual paloma de la paz y luego ha salido de su portátil refugio con todas las palabras a punto. Está algo canoso, pero su mirada se ha curtido en la inocencia y su corazón ha desprogramado rigurosamente rencores, vanidades fáciles, falsos currículum y otros dispositivos de infelicidad manifiesta.



Así tenemos salvado de las aguas este memorial todoterreno. La maceración del tiempo dedicado a su escritura no sólo lo ha ungido con la gracia de la amenidad, sino también con el acierto de la sabiduría. Este libro-objeto se puede leer de corrido, como El Conde de Montecristo o Adiós al Séptimo de Línea; abrirlo al azar, como Las Mil y Una Noches o Camino de San Escrivá. Se le puede pedir consejo, como al I Ching o al Kempis. Se puede ejercer sobre él la lectio lacrymabilis o la lectio risibilis. Y, aunque las páginas de Allende, la señora Lucía y yo no son un mal hombro para llorar, yo recomiendo la lectura propensa a la sonrisa, a la risa e incluso al estallido traidor de la carcajada.



La autobiografía de Tejeda muestra que el ser humano es un estar-ahí azaroso y un poco inexplicable, pero que, al fin, siempre encuentra algún acomodo. Con razón Tejeda tuvo alguna vez en su cabeza como título del libro Los buenos siempre ganan. Este optimismo filosófico lo expresa en uno de sus momentos de desconcierto: «Yo siempre he creído que cada cual, haga lo que haga o comience por donde comience, termina ocupando el sitio que mejor le calza, porque de ese modo opera la naturaleza, así actúa el azar, todo está en permanente movimiento y cada cosa del cosmos no se detiene hasta que no encuentra su mejor sitio».



Pero el optimismo de Tejeda no es ciego ante la maldad y ante los malos. No elude la denuncia de la perversidad y de la barbarie, pero lo sabe hacer elegantemente desde la ironía: «Fantástico el almirante Merino, con tanto sentido del humor: tallero con los derrotados, gracioso con los humillados, chistoso con los aterrorizados, jovial con los desesperados.»



Pero el sentido último de su discurso biográfico lo encuentro en su reivindicación del viejo republicanismo, de la plaza pública en que unos a otros nos miramos a la misma altura de los ojos. Tejeda se siente heredero de una historia chilena digna y honda, que no puede ser vendida por un plato de lentejas. Hay en el libro un párrafo medular y estremecedor que sirve, en su dolor y en su rebeldía, como denuncia de una traición ubicua y anónima que él no puede aceptar: «Quitamos, junto con las barbas de Marx, todas las barbas posibles, ya no queríamos ver ni un solo pelo, eliminamos el olor a sindicato, nos deshicimos de los amigos demasiado cercanos al régimen derrotado, otorgándoles cierto grado de humana comprensión en su desgracia, tomamos distancia respecto de las utópicas ideas de igualdad y de libertad y para que hablar de la asquerosa y sospechosa fraternidad, ideas que en último término se habían revelado como bastante complicadas. Regalamos nuestra tierra natal: adelante, pasen, quédense con ella, aquí está la casa de mis padres, ésta es la tumba de mis abuelos».



* Texto ampliado de la presentación del libro de Guillermo Tejeda en el mes de Septiembre de 2002.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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