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Sueldos: el falso paraguas del mercado


La sana embestida contra la corrupción -y como siempre, ingenuamente, soñamos con que sea contra toda la corrupción- ya ha advertido que tarde o temprano los ojos se fijarán en los sueldos de los ejecutivos de Enap, la Empresa Nacional del Petróleo. ¿Por qué? Porque son salarios millonarios en un país en el que cerca de un 60 por ciento de las familias vive con un ingreso menor a los 400 mil pesos. Entonces hablar de un jornal (y uso esa palabra, para que quede en claro con lo que comparamos) de 19 millones de pesos es de por sí grotesco, porque equivale a ese ingreso familiar de casi cuatro años.



Lo escandaloso es, entonces, la constatación de la profundización de las desigualdades y que ya pocos se refieren a ese tema porque parece que se asume que es parte del modelo, una suerte de cromado del coche que, nos repiten, nos llevará al desarrollo.



La Enap ya ha elaborado su primera gran línea de defensa. Una especie de línea Maginot, como fue la de los franceses contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial y que de poco sirvió porque los germanos la eludieron atacando por otra parte.



Aquí podría ser igual. La defensa de la empresa estatal es que esos sueldos son de mercado. O sea, que un ejecutivo de una empresa privada similar gana esos montos.



Hagamos una primera finta al tema del mercado diciendo, de partida, que éste puede explicar las peores y más perversas distorsiones, lo que no es lo mismo que justificarlas.



Pero ya que estamos en el tema, habría que decir que los ejecutivos que ganan esas remuneraciones en el mundo privado han llegado a sus puestos en la lucha libre -a codazos y escupos, con pitutos, pero también con eficiencia profesional- en el mercado. Por el contrario, en las empresas estatales muchos de los altos ejecutivos están allí por ser cargos de designación política, asumiendo que, por cierto, méritos profesionales deben tener. Pero no es en la competencia abierta en la que llegan al cargo, es por el dedo del aparato de gobierno, que le indica en sillón en que instalarán sus posaderas.



En suma, son salarios de mercado, pero la forma de acceder a ese sueldo en importantísima medida no tiene nada que ver con el mercado. Es probable (y deseable) que esos ejecutivos sean excelentísimos profesionales, pero habrá que admitir que no llegaron ahí por eso. Incluso, si no son tan buenos, la experiencia en esos cargos los hará mejores, y eso habría que calificarlo de beca, de nueva posibilidad profesional que el Estado entrega a estos señores, mejorando sus competencias con esa tarea encomendada.



El hecho de que esa experiencia profesional después les sirva, como ya es común, para pasar rápidamente de ese puesto fiscal a responsabilidades de relevancia en el quehacer empresarial privado, es otro bono extra más, para nada menor ni escuálido para sus bolsillos. (Y, generosos, apostamos a que los privados los lacean por sus cualidades gerenciales que en lo estatal han ido desarrollando y no por sus capacidades de influir en el aparato público o por la información privilegiada que han adquirido).



Un hecho es indesmentible: que muchos de los gerentes de empresas públicas llegan a esos puestos sin el típico tránsito, de posiciones inferiores, cuesta arriba, hasta las gerencias, que normalmente se da en las empresas privadas. Sería, entonces, otro bono, otra regalía que en su desarrollo profesional reciben estos ejecutivos de lo público.



Si tantas son los privilegios, uno podría pensar que eso se compensa con un sueldo más bajo que el del mercado. Sería lo normal. Sería, justamente, lo lógico desde el punto de vista del mercado (el sueldo más bajo pero compensado por esos bonos que, si se pudieran cuantificar y sumar, darían el verdadero sueldo de mercado), pero no es así.



Por último, como el asunto de trabajar en el ámbito estatal nace de un compromiso político (en su sentido más amplio y noble), uno no debiera esperar, sino exigir esa mínima nobleza de un sueldo más modesto, porque éste se compensa con el gusto y la vocación de la responsabilidad pública.



Eso, creo, ocurría cuando existía la política que se entendía como una actividad destinada a hacer el bien por los demás. No como ahora, cuando se multiplican las señales de que para muchos la política es, primero, para consolidar una posición personal para, desde ahí, concedemos, pensar en los demás.



Podríamos concluir que lo que se vive es otra consecuencia de considerar a la política como un producto y los ciudadanos como clientes. Si antes se acusaba a los políticos de mesiánicos, ahora sería igual, porque siempre al final saltará -como saltaba- en el discurso la idea de saber qué es lo que necesita la gente. Claro que ahora esos políticos -siempre dejamos la posibilidad, a algunos, de la salvación- serían mesiánicos y algo más.



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