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Pensando a Chile


Vivimos en la era de los especialistas, de profesionales y científicos que saben más y más sobre menos y menos. En alguna medida ello es inevitable, dado el crecimiento exponencial del conocimiento, el afán de medirlo todo y el imperativo del publicar o morir de la vida académica.



Ello está muy bien, pero también ha significado un empobrecimiento del debate intelectual, en que muchas de las mentes mas lúcidas escriben para revistas de circulación restringida, leídas sólo por sus pares. Escasea el tipo de intercambio como el que se ha dado en este medio entre Brunner y Moulian, hace poco recogido en forma de libro.



La misma noción de intelectual, mas cercana al mundo de habla francesa que al angloparlante, implica un pensar, un escribir, un exponer con algún grado de generalidad, de interdisciplinariedad, de pensar lateralmente, de hacerlo en forma trasgresora, todo lo cual -por supuesto- atenta en contra del saber consagrado y expresado en forma de disciplinas, departamentos, facultades. No es de sorprender, entonces, que se dé cada vez menos.



El encontrarse con ese tipo de razonar es solo una de las muchas razones por las cuales el recientemente publicado libro de José Rodríguez Elizondo, Chile :un caso de subdesarrollo exitoso (Editorial Andrés Bello, 2002) constituye una lectura tan grata como estimulante. Refleja los múltiples talentos y muy variadas experiencias de su autor (Ä„nadie puede haber sido abogado de la Contraloría General de la República y crítico de cine al mismo tiempo!), y constituye un ejercicio que puede sonar anticuado pero que no podría ser mas urgente de pensar el país (o «hacer República», como me dijo un colega).



Oscar Wilde señaló alguna vez que había puesto su genio en su vida y solo su talento en su obra. José Rodríguez Elizondo tiene una obra de envergadura, de casi docena y media de libros, una ecléctica colección de ensayos, cuentos y novelas (incluyendo lejos lo mejor que se ha escrito sobre el fenómeno del exilio chileno, Nosferatu y otros exiliados, de 1985), pero uno no puede dejar de pensar que ha sido su vida —la que, naturalmente, ha nutrido in extenso esta obra— la que constituye, lejos, su constructo más logrado.



Criado en la Plaza Brasil, y habiendo estudiado Derecho en la Universidad de Chile, donde fue compañero de Ricardo Lagos, ingresó joven al Partido Comunista así como a la Contraloría General de la República (otra extraña yuxtaposición, pero muy propia del Chile de comienzos de los ’60, en el apogeo de su período cívico—nacional). También hizo crítica de cine en la revista Ecran ( en la tradición de esa gran revista francesa Cahiers du Cinema, de la cual fue uno de sus primeros lectores en Chile).



Después de ganar un concurso público para la primera cátedra de Relaciones Internacionales que se abrió en Chile (en la Escuela de Derecho de la «U», en 1969, donde lo conocí y fue mi maestro y mentor), con el triunfo de la Unidad Popular se vio a los treinta y pocos años en una posición de enorme responsabilidad, como lo era el ser Fiscal y número 2 de la Corfo, donde observó de primera mano los logros y lamentos de ese período tan singular.



La contrapartida fue un pronto exilio después del golpe y una vida con algo de gitano y mucho de observador impenitente de un mundo cambiante. Tres años en la entonces República Democrática Alemana, como investigador en la Universidad; diez en Lima, de periodista, con esa gran revista que es Caretas y un canal de televisión.



Siguieron cinco años en Madrid como encargado de la Oficina de Informaciones de la ONU; un par de años como director de Asuntos Culturales en nuestra propia Cancillería, y finalmente tres años como embajador de Chile en Israel, en un período especialmente álgido en el Medio Oriente, cuando además de sus dotes diplomáticas siguió cultivando sus aptitudes como caricaturista, y germinó otro libro notable, El Papa y sus amigos judíos que publicaría al volver a Chile en 2000.



Y es ese enorme bagaje de experiencias el que se vuelca en estas páginas -a primera vista un collage algo incoherente de temas variopintos (imagen país, partidos subdesarrollados, la falsa revolución, Lagos) que parecen mas bien un conjunto de papers pegados que un libro propiamente tal, pero que a poco andar reflejan una reflexión muy profunda sobre el ser nacional, nuestros orígenes y trayectorias, nuestras virtudes y defectos.



Su punto de partida, reflejado en el título, es el replantearse la pregunta formulada por Aníbal Pinto en su ya clásico Chile: un caso de desarrollo frustrado (1959) sobre por qué el país no acaba de despegar y dar el gran salto al desarrollo autosostenido. Y su respuesta apunta a que el » tercer gobierno concertacionista es, hasta el año 2005, la primera oportunidad del milenio para salir de la frustración del subdesarrollo»: su subtesis, que «ante un eventual fracaso de este tercer gobierno, otras fuerzas políticas tomarán la alternativa para mantenernos como estamos». Ello no deja de dirigirse al meollo del desafío que enfrentamos.



En momentos en que el fárrago de la coyuntura hace a muchos perder de vista la perspectiva de la longue durée, un libro como el de José Rodríguez constituye lectura obligatoria.



(*) Director del Programa Internacional de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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