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Estado de Derecho y corrupción

Uno de los extremos que no debemos aceptar consiste en declarar bajo sospecha a todos los hombres y mujeres que lealmente trabajan en la administración del Estado. Con ello no sólo se lesionan sus derechos constitucionales, sino que se pone en tela de juicio todo el sistema democrático, el cual a varios de los hoy paladines de la probidad les importa francamente un carajo.


Frente a los actos de corrupción no hay dos lecturas posibles: son reprochables ética y jurídicamente. Sin embargo, corremos un serio riesgo como país al entrar en la histeria colectiva a la que nos pretende acarrear la derecha. Sin duda, la oportunidad de decir algo en los medios que sea empático con lo que siente el hombre común es una tentación que algunos dirigentes políticos no pueden resistir.



¿Qué tan complicado es que un general encargado de acopiar información la haya destruido? ¿Qué significa la ley de presupuestos? ¿Podemos financiar las obligaciones sociales del Estado recurriendo al aumento de tributación? ¿Podemos llamar Estado de Derecho Democrático a uno que está hipertutelado?



Estas eran algunas de las cuestiones que se planteaban en la agenda pública el viernes en que la revista Qué Pasa denunció un escándalo que se anunciaba como de proporciones, y que afectaba solo a la Concertación.



La febril necesidad de aprovechar espacios de coyuntura que permiten, por desgracia, a varios de nuestros dirigentes mandar de vacaciones su súper yo y decir lo que se les pase por la mente, fue aprovechada con toda la fanfarria disponible. Diputados que actúan como detectives privados; comentaristas que señalan que el índice de Transparency International esta inflado; senadores que llaman a juicios sumarios de diez días; diputados, funcionarios y ex funcionarios que lloran mientras otros señalan que la imagen de Chile está en peligro, y otros que exigen la urgente convocatoria de un consejo de ancianos para que con toda su sabiduría se constituya en una comisión de ética e inspire el recto camino de la Concertación.



Con las herramientas que poseemos como sistema podemos comprender que existen zonas más sensibles que otras en las que se puedan realizar actos contrarios a la probidad.



Existen temas que afectan sensiblemente a un grupo o parte de la comunidad dentro del Estado. En la medida que este grupo no encuentra un espacio de diálogo en condiciones de legitimidad, aumenta la tentación de solucionar los problemas por vías no convencionales, generalmente no regladas y cuya ejecución se encomienda a sujetos con intereses difusos muchas veces por la naturaleza misma del conflicto.



El lobby, expresión puesta de moda por los asesores de imagen, asesores y gestores, consiste en la labor de convencimiento a quien tiene que tomar una decisión en el sentido que favorezca al lobbista.



Nadie puede afirmar que quienes ejercen esta actividad actúan fuera de los marcos legales. Algunos lo harán como mandatarios, otros como agentes, y en fin, todos podrán establecer el vínculo profesional que los une al encargo. La cuestión es que el servicio se vende fundado en el conocimiento del rubro, de la actividad, y la mayoría de las veces por el conocimiento personal de la autoridad o funcionario que toma la decisión.



En una sociedad en que admitimos que nuestras autoridades no son estúpidas, es perfectamente admisible que frente a situaciones de complejidad jurídica, política, económica o técnica que inevitablemente involucran erogación de dineros fiscales deban tomar la mejor decisión en posesión de la mayor cantidad de antecedentes; algunos de ellos los aportan los lobbistas. Esto no significa que quien toma la decisión reciba como resultado un premio, pues en este caso hay no sólo un acto de corrupción, sino la comisión de un delito.



Tampoco debe escaparse al análisis que los órganos del Estado o sus empresas que celebran contratos con terceros los cuales implican utilidades para estos últimos en negocios que por su volumen no podrían generar en el sector privado, se ven expuestos a mayor riesgo de tropezar con actos que pudieran afectar la transparencia de los mismos, lo que no significa que todos ellos estén bajo sospecha.



Por eso resulta tan grosero el grito de Bombal de exigir en diez días detenciones, procesamientos y prisión para los responsables de actos de corrupción.



¿Pero qué significa esto, senador? ¿Se les toma declaración, o basta el artículo de la revista? ¿Requerimos al presidente de la Corte Suprema para que someta a proceso y detenga a los corruptos en diez días? ¿Importan los medios de prueba? ¿Los condenamos en juicios sumarios?



La verdad es que los llamados a resolver el tema de la corrupción en juicios sumarísimos mediante tribunales de honor, comisiones especiales o investigadores privados, nos deben hacer reflexionar sobre una cuestión en la que estábamos antes de toda esta historia. La democracia no solo es una buena idea: es, además, un sistema de derechos y libertades que garantiza a sus ciudadanos poder exigir que quienes pretenden lograr el ascenso social desde la administración del Estado no sólo merezcan un reproche ético, sino que asuman una responsabilidad política, administrativa, civil y penal que se deberá determinar, no por una comisión de ética ni por un tribunal de honor, sino precisamente por el órgano jurisdiccional dotado de la legitimidad constitucional para determinar, en un proceso justo y transparente, las responsabilidades que se le imputan a los que aparecen sindicados en actos de corrupción.



Frente a la corrupción no podemos ceder. Tipificar los actos que la constituyen parece un esfuerzo necesario, especialmente porque la ley de probidad y las normas del Código Penal sobre la materia todavía son insuficientes. Es también preciso tomar decisiones dentro del actual sistema legal que permitan prevenir los hechos de corrupción.



Lo que resulta trágico es el intento de la derecha de vincular corrupción y democracia, pues precisamente es un sistema como el nuestro el que permite fiscalizar los actos del Estado desde la sociedad civil, lo que es imposible por definición en una dictadura militar como la de Pinochet.



De allí que las expresiones de Bombal parezcan groseras y de algún modo increíbles. ¿Podemos creer a la derecha si ésta se ha negado a levantar la prohibición de la ley orgánica del Congreso de la República para perseguir las responsabilidades políticas de las autoridades del régimen militar? Esta ley es la que permite hasta hoy mantener en la absoluta reserva la manera en que los guardianes de la obra del régimen militar se enriquecieron en la segunda mitad de los ’80.



Los llamados al combate a la corrupción empiezan a sonar como los llamados de George W. Bush contra el eje del mal, que se ha traducido en la violación de derechos y libertades públicas centenarias. No debemos transitar por este camino de juicios sumarios, comités de ética e histeria colectiva, más aun cuando nuestros tribunales han mostrado que actúan con máximo celo en cuestiones de enorme importancia para la República, y sobre todo cuando depende de la derecha aprobar leyes que apuntan precisamente a esclarecer una de las zonas grises de la política: el financiamiento electoral.



Y a propósito de transparentar cifras, muchos tenemos curiosidad de saber cómo se financió la campaña de los parlamentarios de la UDI, si fueron pagados en vale vista, cheque o dinero efectivo, si pagaron o no impuestos por dichas donaciones, quiénes financiaron dichas campañas, y si están dentro de estos financistas quienes que adquirieron las empresas del Estado en el régimen de Pinochet.



Hay dos extremos que no debiéramos aceptar como válidos haciendo un esfuerzo colectivo. Uno de ellos es la tolerancia frente a las faltas y actos que constituyen una ofensa a la probidad de los funcionarios públicos, y en general, de los colaboradores de un gobierno. El otro es casi más peligroso, y consiste en declarar bajo sospecha a todos los hombres y mujeres que lealmente trabajan en la administración del Estado. Con ello no sólo se lesionan sus derechos constitucionales, sino que se pone en tela de juicio todo el sistema democrático, el cual a varios de los hoy paladines de la probidad les importa francamente un carajo.



Finalmente, no podemos olvidar, ni dejar que se les olvide a los llamados fiscalizadores, que son precisamente las herramientas de un Estado de Derecho democrático las que permiten investigar y reprimir los actos de corrupción. No entender esto es no entender que la democracia permite un pacto que regula la convivencia pacífica y racional de los seres humanos en sociedad.



(*) Abogado, Master en Derechos Fundamentales de la Universidad Carlos III de Madrid. Especialista en Derecho Privado de la Univesidad de Chile.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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