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Con la plata de todos los chilenos…

La derecha ha dado cuenta de lo fuerte de sus convicciones: en las últimas décadas toda la fraseología económica liberal se destruye de un plumazo cuando son las arcas fiscales las que deben salvar sus negocios.


En los últimos días han aparecido dos publicaciones en torno a la influencia de medios de comunicación «pro derecha» en la política chilena: Carta Abierta a Agustín Edwards, de Armando Uribe y Chile Inédito, El periodismo bajo democracia, de Ken Dermota.



Ambas, en tonos y objetivos distintos, dan cuenta del peso de la prensa mercurial, de la impronta del actual Agustín Edwards y de la formación de una élite económica fundida con una aristocracia terrateniente, singular amalgama de principios neoliberales e integrismo religioso; y, también, de la falta de voluntad y convicción de los gobiernos democráticos para limitar el poder cultural, económico, social e informativo de la derecha chilena.



Por estos días, también y a raíz de estas lecturas, me ha venido a la memoria en forma recurrente el recuerdo de una conversación que tuve hace un tiempo con un conspicuo alcalde de la UDI. En la oportunidad, la inauguración de un nuevo colegio financiado en el marco de la Jornada Escolar Completa, le precisé que esta era una inversión, como muchas otras en su comuna, producto de la política de los gobiernos de la Concertación. Él retrucó con mucha convicción y algo de molestia: «Se hace con la plata de todos los chilenos, no más».



El recuerdo ha sido recurrente porque tales publicaciones refrescan, además, la memoria respecto a oscuras maniobras que en la década del ’80 el duopolio chileno (El Mercurio y Copesa) realizó ante la banca pública para salvar su escuálida situación económica; ello porque sus altos niveles de endeudamiento no los habilitaban como objeto de crédito y la quiebra estaba a la vuelta de la esquina. En ese momento los adalides del libre mercado debieron recurrir al Estado y fue éste, a través de su banco, quien los salvó por medio de voluminosos empréstitos y sospechosas martingalas administrativas. Recibiendo un trato que ni el más correcto de los microempresarios de este país, hasta el día de hoy, puede recibir.



Es bueno tener memoria para estos hechos, no porque sea conveniente para aplacar el impacto de los escándalos de corrupción que ocupan a la Concertación, o para crear la sensación de empate que tantas veces inmoviliza al país. Sino porque no debemos olvidar que el mundo conservador chileno ha tenido, desde sus orígenes, habilidades para adoptar discursos en boga, aplicarlos y defenderlos si son útiles en el momento y olvidarlos cuando las condiciones del juego, que el nuevo discurso impuso, lesiona o amenaza «valores permanentes» de ese sector.



Es cierto que todos los políticos y nuestros partidos tenemos la tentación cotidiana de hacer «lo políticamente correcto», que en nuestro tiempo está señalado por las encuestas y las elecciones; pero la derecha tradicional y la pragmática, que por estos días campea, han practicado esta conducta con naturalidad porque forma parte de su esencia.



Por esto mismo hay que tener especial atención sobre los análisis que se hacen por estos días respecto a la «evolución» del discurso de la UDI y de su abanderado-alcalde, porque frases públicas, declaraciones a la prensa, especificación de intenciones, en este caso, no reflejan convicción.



En los momentos críticos es cuando todos los principios son expuestos en su profundidad, por eso nos ha dolido tanto estos días la falta de fuerza de algunos concertacionistas para condenar la corrupción y el cohecho.



La derecha, en este sentido, ha dado cuenta de lo fuerte de sus convicciones: en las últimas décadas toda la fraseología económica liberal se destruye de un plumazo cuando son las arcas fiscales las que deben salvar sus negocios.



Baste recorrer los miles de centímetros que se ocuparon en Tercera y El Mercurio para convencernos de los beneficios del modelo de mercado, de las ventajas de contar con empresarios dispuestos a asumir los riesgos y pagar los costos, de lo importante de la competencia y de la necesidad de desarrollar habilidades nuevas cuando los negocios andan mal, de rascarse con las propias uñas, de las ventajas de contar con ciudadanos que se hacen a si mismo y no culpan a otros de sus errores, en fin.



En la obra de Dermota, el desparpajo mercurial queda en evidencia cuando en 1998, tras el cierre de La Época, en una editorial el decano comenta: «Tampoco corresponde que el Estado desplegara recursos para asegurar su funcionamiento, tal como lo requirieron sectores políticos y de profesionales de la información, pues ello habría derivado inevitablemente en desaconsejables intervencionismos oficialistas».

Otra fueron las convicciones cuando el régimen militar echó mano del erario público para mantener un sistema que no deja cabida a los disensos y consolida la mirada ideológica de un solo sector.



Para los que nos creemos liberales y confiamos en las ventajas de un sistema de mercado, siempre ha resultado incoherente que una sociedad como la chilena, que se dice libertaria en lo económico, muestre tales niveles de restricciones a la diversidad informativa. Porque es incoherente que un mercado pueda funcionar sin alternativas informativas, allí donde reina la uniformidad de pensamiento no hay creatividad, donde campea las visiones totalitarias la competencia y la innovación no tienen espacio. No hay una sociedad con mercado libre cuando existen concentraciones de poder.



Pero, para que estamos con cosas, Chile no es una sociedad liberal, y no lo es, precisamente, porque la propaganda que se ha hecho desde El Mercurio las últimas décadas es de un modelo reñido con la libertad. Un modelo acomodaticio que extrae ciertos aspectos de las sociedades abiertas cuando sirven a los intereses de algunos, un modelo inescrupuloso que no tiene empacho de salvar el pellejo del «decano»… con la plata de todos los chilenos.



* Profesor de Historia. Militante PPD.



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