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La muerte de un tirano

Es triste morir de la manera que lo hizo el tirano argentino. Nadie defendió su legado. Ciertamente, lo moral no es alegrarse ante el fatal destino de un hombre. Cuando otro tirano, Filipo de Macedonio, danzó borracho sobre los cadáveres de sus enemigos atenienses, hasta su hijo Alejandro lo condenó.


Leopoldo Fortunato Galtieri ha muerto. La sociedad argentina no ha llorado su muerte. Por el contrario, a una hora de enterrado, su tumba ha sido cubierta de sangre lanzada por un hijo de detenido desaparecido. La sangre lo perseguirá aún después de muerto.



La dictadura Argentina fue especialmente violenta y cruel en contra de los propios argentinos. Y condujo a una guerra absurda que llevó a la muerte a jóvenes inocentes.



Es triste morir de la manera que lo hizo el tirano argentino. Nadie defendió su legado. Ciertamente, lo moral no es alegrarse ante el fatal destino de un hombre. Cuando otro tirano, Filipo de Macedonio, danzó borracho sobre los cadáveres de sus enemigos atenienses, hasta su hijo Alejandro lo condenó.



Sin embargo, tampoco es moral proclamar que «no hay muerto malo». Ello pues la moralidad justamente supone el poder juzgar e intentar siempre separar lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo.



Tener un juicio acerca de la vida de un tirano y condenarlo incluso ante su tumba es indispensable como acto moral que concierne no solo a los vivos, sino que a los muertos y a los que están por nacer.



En efecto, condenar lo hecho por el tirano argentino es hacer un acto de justicia tanto respecto de los que murieron cruelmente asesinados bajo la «guerra sucia», como los que desaparecieron en la Guerra de las Malvinas. Fueron miles y miles de argentinos que vieron abruptamente terminadas sus vidas en forma injusta y prematura. Su muerte debe ser honrada en el juicio.



Condenar a un tirano es además reivindicar la supremacía moral de la democracia. Ella es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, fundado en el respeto de los derechos humanos. Quienes llegan al poder mediante la violencia y sólo se mantienen en el gobierno fundados en ella han sido condenados desde la antigüedad como tiranos. Normalmente no llegaban a viejos y generalmente sólo traían desgracias a sus pueblos.



La experiencia del siglo XX demuestra inequívocamente que la democracia garantiza en mejor manera la libertad, la igualdad, la autonomía moral, el respeto de la dignidad de la persona humana y el desarrollo social.



Finalmente, condenar a un tirano, incluso después de su muerte, es asumir un compromiso para con el futuro. Honrarlo sería dejar la puerta abierta a nuevas tiranías y abrir en la historia la posibilidad que se escriban juicios magnánimos o complacientes con respecto al usurpador del poder popular. Y eso puede significar en diez o cien años que alguien, pretextando la memoria del tirano glorioso, imponga nuevamente su yugo de sangre sobre su pueblo.



Siempre los pueblos vivirán situaciones de zozobra y angustia. Y siempre estará la tentación de recurrir a un hombre «fuerte» que con la lógica del cauterio imponga el orden. La historia de la humanidad enseña que esta forma de gobernar trae casi invariablemente solo más dolor. Por eso, cuando muere un tirano, el único deber que se impone es darle sepultura y nunca dejar de recordar sus crímenes. Y ello se hará en nombre de las generaciones futuras para que no cedan a la tentación del uso de la violencia ilegítima.



Condenar a un tirano el día de su muerte es recordar las enseñanzas de la historia. Los griegos proclamaban que un hombre había sido feliz cuando moría, pues sólo en ese momento podemos hacer un balance de su vida. Los católicos proclaman santa a la persona cuya muerte ha largamente pasado y su vida lejana del pecado y cercana de lo milagroso surge tras el paso del tiempo. Pues la verdad es hija del tiempo.



Los republicanos romanos pensaban que lo peor que le podía pasar a un ciudadano era llevar una vida tan deshonrosa que a sus hijos les diese vergüenza llevar su apellido. Pues el juicio de la historia de uno puede injustamente traspasarse a los hijos, incluso más allá de la muerte del antepasado injusto o acusado de tal.



Del mismo modo, en el caso del tirano, la humanidad antigua y medieval pensó en el infierno. Dante, en su Divina Comedia, señalaba que el sexto círculo de infierno estaba destinado a quienes habían ejercido violencia contra sí mismo, contra los demás y contra de Dios. Su vida tras la muerte sería eternamente castigada.



Sé que resulta cruel para nuestra cultura este recuerdo ante la muerte de un tirano. Sin embargo, frente a la tiranía no se deben permitir ambigüedades. Y ante la persona del tirano sólo el juicio justo. Y lo justo es condenar siempre a la tiranía.



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