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Alcances y restricciones necesarias del «secreto de confesión»


Gran impacto público ha causado en Chile, la desaparición y muy probable homicidio del joven Jorge Matute Johns, visto con vida, por última, vez el 20 de noviembre de 1999. Asimismo, una enorme repercusión provocaron los recientes comentarios, formulados al interior de un templo católico, del sacerdote Andrés San Martín, quien aseguró tener información confiable -entregada bajo secreto de confesión del culpable (o de uno de ellos)- que le permiten asegurar que Jorge Matute Johns está muerto.



Esta "revelación" del sacerdote fue realizada en una misa en la que se conmemoraba el 27° aniversario del nacimiento del joven penquista, con el objeto -según dijo el sacerdote- de que la familia Matute asuma que ya no hay posibilidades de encontrarlo con vida. Es decir, en términos penales, que el tipo criminal se desplazaría (cuando aparezca el cuerpo) de un secuestro "puro" a un secuestro seguido de homicidio, con el consecuencial agravamiento del disvalor de la conducta delictiva y de las penas aplicables a los partícipes.



Naturalmente, la prensa le ha dado gran cobertura a la intervención del sacerdote San Martín, a las reacciones de la familia Matute Johns y a los alcances y restricciones del denominado "secreto de confesión", invocándose al efecto -incluso- el derecho canónico.



Más allá de la posibilidad de reproche de la oportunidad y del contexto en que el sacerdote formuló las señaladas declaraciones, la pregunta que flota en el ambiente es: ¿Está obligado Andrés San Martín a entregar a la justicia chilena más y mejor información acerca del secuestro y homicidio del joven Matute Johns, en el evento de tenerla?



Del estudio de las normas legales que rigen en Chile (no es el caso del derecho canónico, que sólo obliga -jurídica o moralmente- a la iglesia católica y a sus partidarios y creyentes), el sacerdote Andrés San Martín debería entregar toda la información relevante que obra en su poder sobre el señalado crimen, con la sola excepción de aquellos antecedentes que pudieran inculpar criminalmente a la persona "confesada". Es un imperativo ético que lo haga, en bien de la familia del joven y de toda la comunidad.



Esto porque nuestra ley penal, en el artículo 201 del Código de Procedimiento Penal, aún vigente donde sucedieron los hechos (Octava Región), si bien consagra el derecho (y obligación) de los sacerdotes a velar por su secreto "profesional" (en la especie, antecedentes que le fueron dados bajo "confesión"), en idénticos términos que el secreto profesional de abogados, médicos y periodistas, esta consagración legislativa tiene como natural límite positivo y ético el deber de todas las personas de colaborar con la justicia en el esclarecimiento de un crimen atroz en todo lo que no perjudique el mencionado "secreto profesional".



Otro límite viene dado por el hecho de que, en el caso de la confesión, efectivamente el secreto a protegerse haya sido entregado al interior del rito religioso de la confesión. Si lo fue en otro contexto, no podría esgrimirse esta excepción legal. Por último, recordando que el sacerdote Andrés San Martín habría dicho que el secreto fue entregado en confesión al fallecido sacerdote Carlos Puentes, y no a él, por uno de los involucrados, es imprescindible para poder invocar el mentado secreto que el Sr. Puentes le haya transmitido al Sr. San Martín, también en confesión, las revelaciones del partícipe en el delito.



Útil es conocer que en el derecho penal occidental se ha ido aceptando, cada vez con más fuerza, que el secreto profesional no puede extenderse a crímenes (delitos graves) y a la protección de sus autores, cómplices y encubridores, y, en todo caso, no puede abarcar jamás aspectos conocidos por los profesionales (abogados, médicos y periodistas) que no signifiquen propiamente "entregar a la justicia" al protegido con la reserva de información.



Se trata de una evolución doctrinaria y jurisprudencial hacia una mayor valoración de la paz social y del esclarecimiento de delitos graves, en perjuicio o detrimento relativo de otros bienes jurídicos (como el favorecer el trabajo de ciertas profesiones, en las que es fundamental la reserva de información para que esta fluya) que, aunque importantes y valorados, se consideran comparativamente "inferiores".



A mayor abundamiento, incluso considerándose para efectos de este análisis el derecho canónico, se debería llegar a la misma conclusión, ya que lo que exigen las normas canónicas al sacerdote confesor (bajo sanción de excomunión al infractor) es que no ponga en riesgo al "penitente", en términos de causarle un "gravamen". Así, por ejemplo, el sacerdote podría (y debería) entregar toda la información que estuviere en su poder y que sea relevante acerca del crimen de Jorge Matute Johns, con la sola limitación de no perjudicar a quien se amparó en el "secreto de confesión". Valga al respecto lo señalado anteriormente, en el sentido que pueda efectivamente aplicarse la regulación del secreto de confesión.



Por último, en relación con la incorporación legislativa del secreto profesional de los "confesores" (junto a abogados y médicos, y, recientemente, en virtud de la Ley de Prensa, también a los periodistas), en el artículo 201 del Código de Procedimiento Penal chileno, es dable pensar que se trata de un "arcaísmo" explicable únicamente por el contexto histórico de indivisión Estado-Iglesia que vivía nuestro país a fines del siglo XIX, época en la cual se codificó nuestro procedimiento criminal, vigente en las regiones donde aún no imperan las normas contenidas en la reforma procesal criminal en curso. Por lo que podría esperarse que esta "extraña" figura, en un país como Chile: laico y que consagra la diversidad y tolerancia religiosa, pueda ser prontamente corregida por nuestro legislador, con lo que en el futuro se garantizaría que no pudiera vivirse, nuevamente, una situación incómoda y extraña como la que nos ocupa.

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