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La copia feliz del Edén

Para desarrollarnos necesitaríamos, entre otras cosas, liberarnos de una dogmática económica que es desconocida por los países industriales y acumular capital social, cuyas bases son la majestad de la ley e inclinarnos ante nuestra soberana, la ciudadanía.


Chile es una alabado modelo entre los países en desarrollo. En 1960 ocupábamos el cuarto lugar en el rendimiento económico per cápita en Iberoamérica. Según las cifras de 2000, pasamos a la segunda posición y hoy, aun cuando no se dispone de cifras definitivas, es muy posible que superemos también a la Argentina. En otras palabras, en cuatro décadas llegamos a ser el número uno en la subregión. Y nuestra fama trasciende el hemisferio occidental.



Con todo, hasta ahora no logramos, en ninguna medición económica, superar los rendimientos per cápita de los países industriales menos productivos. Y, peor, fuimos aventajados por países que superábamos en 1960. El cuadro siguiente, PIB per cápita en dólares ajustados por los costos de vida (informes de desarrollo humano, PNUD, 1993 y 2002), es demostrativo:


PIB per cápita en dólares
ajustados por los costos de vida

1960

1991

2000

CHILE

3.130

7.060

9.417

AVENTAJADOS POR:

Corea

690

8.320

17.380

Portugal

1.618

9.450

17.290

Grecia

1.889

7.680

16.501

Chipre

2.039

9.844

20.824

Islas Mauricio

2.113

7.178

10.017

Hong Kong

2.323

18.529

25.153

Singapur

2.409

14.734

23.356

España

2.701

12.670

19.472

Japón

2.701

19.320

26.755

SUPERA A:

Venezuela

3.899 8.120 5.794
Uruguay
4.401 6.670 9.035
Fuente: Informes de desarrollo humano PNUD




Todo ello a pesar de que en Santiago la CEPAL, hace ya medio siglo, sustituyó el concepto de progreso, más amplio, por el de desarrollo, más económico. Y que desde entonces, con parte del mundo en desarrollo, aplicamos con dedicación las grandes teorías económicas en boga, sean autóctonas o importadas, con el Estado como parte de la solución o del problema, de desarrollo hacia adentro y hacia afuera, proteccionistas o librecambistas. Con varios milagros en el camino, lo único inalterable, por desgracia, es que seguimos «en vías de desarrollo».



Nuestro pueblo, en especial la juventud, exige una explicación. Hace ya casi tres años propuse comenzar por reconocer nuestros fracasos, sacarnos las anteojeras ideológicas y hacer nuestra la máxima: Vox Populi, Vox Dei, es decir, la antítesis política de la tecnocracia economicista. Como hasta ahora el silencio es sepulcral, trataré de esbozar algunas de las diferencias entre dos sistemas: «industrial» y «en desarrollo», o sea, de dos lógicas diferentes, que impediría a la mayoría de los que habitan en el segundo emigrar al primero (salvo como indocumentado).



Los grandes esquemas económicos no son la causa. Todos los países arriba mencionados los aplicaron con resultados distintos. La dificultad pareciera estar en los detalles.



La reciente discusión sobre el alza del IVA para financiar el gasto social debido a la baja de los ingresos fiscales como consecuencia de los tratados de libre comercio, por ejemplo, sería incomprensible en el mundo desarrollado. Más cuando se argumenta que no se pueden subir los impuestos a la renta de las empresas, porque obstaculizaría la recuperación. Para la ortodoxia económica del norte, el repunte se logra con el aumento del consumo, y el incremento del IVA lo contrae en el corto plazo. En cambio, elevar los impuestos a la renta es neutro, porque cuando hay demanda siempre hay oferta.



Un segundo mito, es que los impuestos bajos son condición del desarrollo, el dogma de la nueva derecha. Sin embargo, no hay prueba empírica al respecto. La época de oro de EE.UU., las primeras décadas de la segunda posguerra, coincide con alzas tributarias. Cuando Reagan los disminuyó con el pretexto de incrementar la inversión, sin bajar el gasto porque el ingreso sería compensado por el aumento de la actividad económica, el resultado fue una gran farra, sostenida por el endeudamiento del gobierno, las empresas y los consumidores. Cuando llegó la hora de pagar la cuenta, imperó la escuela de los «declinistas», que abrió el camino a Clinton, cuya primera medida fue aumentar los impuestos, y así restableció la prosperidad. Con Bush II, ese ciclo parece repetirse. No obstante, incluso hoy la carga tributaria norteamericana es un tercio de la economía (la de Chile es 20%)



Más todavía, el muy exitoso modelo nórdico, cuya muerte prematura se ha anunciado muchas veces, se funda no solamente en altos impuestos, 50% de la economía, a lo menos, sino también en altos salarios. El efecto es doble: cohesión social y eliminación de empresas ineficientes. Nokia es un ejemplo por excelencia. Comenzó como maderera, siguió como papelera, se transformó a electrodomésticos y ahora controla el 40% del mercado mundial de teléfonos celulares. Y Finlandia es un país de 5,5 millones de habitantes, que se independizó en 1917, que habla un idioma que nadie entiende y la región con clima más suave del País del Fin corresponde a Tierra del Fuego. Si lo mismo hubiera ocurrido con nuestra Papelera, otro gallo cantaríamos.



La gran diferencia pareciera ser que para Chile, al igual que el resto de los países en desarrollo, el mercado externo es más importante que el interno. Y ello no es consecuencia del tamaño de país; basta asomarse a Helsinki o Singapur para observar vigorosos mercados nacionales. A lo que se suma que nos especializamos en bienes con bajísimo valor agregado de acuerdo al dogma que mil pesos en frutas es lo mismo que mil pesos en programas informáticos.



Mucho hablamos del capital social; recientemente se celebró en Santiago una conferencia interamericana sobre la materia. Con todo, nuestro déficit es gigantesco. En Chile, como en el resto de Iberoamérica y en contraste con el mundo desarrollado, no confiamos ni siquiera en los vecinos. La explicación es obvia, el maltrato de nuestros pueblos, que incluye la corrupción de la ley y el orden público. En el caso chileno por el pinochetismo. A lo que se añade que la juventud, como lo demuestra su creciente abstención electoral y violencia, está desencantada con los gobiernos democráticos.



Ante ello, algunos principios básicos, todos ellos derivados del imperio del derecho y el reconocimiento de la ciudadanía como la soberana, son de perogrullo. Las autoridades no sólo deben ser honestas sino parecerlo, la ley pareja no es dura, la elusión de la legalidad, al igual que los resquicios legales, son inaceptables y la austeridad de nuestra vilipendiada República de Ñuñoa, el Chile de la década de 1960, debe ser la regla del sector público.



Por consiguiente, no pueden pagarse sobresueldos en sobre; las relaciones entre los poderes del Estado y el gobierno y la oposición deben ser trasparentes, en los despachos respectivos, y no incluir asados privados; hay que poner coto a los abusos en las nulidades de matrimonio; Capuchinos debe cambiar de fin; hay que declarar ilegales las sociedades que se utilicen para eludir impuestos u otras obligaciones legales; los partes no deben sacarse; nadie puede ser consultor de su propio empleador; el sistema de reinversión y retiro de utilidades debe revisarse para evitar notorios abusos; las empresas de la gran minería deben pagar impuestos; los automóviles del sector público deben reducirse en número y tamaño, etc. etc.



Dentro de este tema, es esencial enfrentar con honestidad la violación de los derechos humanos. No se puede decir que todos somos responsables. Me consta, porque participé, que Carlos Briones hizo lo imposible por encontrar una salida democrática a la crisis de 1973, y personajes como Bernardo Leighton y Carlos Prats fueron demócratas intransigentes y por ello víctimas de las atrocidades de la dictadura. A lo que se suma de que si hubo algún delito anterior al 11 de septiembre de 1973, los presuntos responsables fueron juzgados durante la dictadura, incluso por tribunales militares en tiempo de guerra. Y las condenas fueron mínimas.



Por consiguiente, hablamos del período que se inicia ese 11 de septiembre, en que el caso chileno hizo historia en los anales del derecho humanitario. La experiencia nos enseña que sólo hay dos alternativas: el transcurso del tiempo (Rusia y España) o la justicia nacional o internacional (Alemania y Japón). Todas las demás fracasan. Basta que miremos a nuestros vecinos. Los sudafricanos intentaron una solución intermedia, amnistía a cambio de confesión, que parece haber tenido éxito. Toda otra salida, además de ser una ilusión, subvierte el estado de derecho.



En otras palabras, para desarrollarnos necesitaríamos, entre otras cosas, repito, liberarnos de una dogmática económica que es desconocida por los países industriales y acumular capital social, cuyas bases son la majestad de la ley e inclinarnos ante nuestra soberana, la ciudadanía.



Tal vez estoy soñando con la copia feliz del Edén, pero si lo logramos, espero ver al presidente Lagos, al terminar su mandato, manejar su propio automóvil, como el presidente Alessandri, un símbolo del fin de la violencia en nuestro país.



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