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A propósito de la lluvia


La lluvia en Santiago, a pesar de caer intensamente en ciertas ocasiones, es mansa si se compara con los vendavales que azotan la costa de Chile y la furia del agua que cruza el aire de ciudades como Valparaíso o Concepción. Tengo la idea de que el choque con el continente aplaca la asombrosa energía de las tormentas, tomada de los mares fríos y profundos donde se gestan. Al menos, esa es la explicación que me doy para aplacar también mi desilusión.



Quisiera que el clima de Santiago fuera más vivaz, menos predecible. Quisiera que las nubes surcaran raudas el cielo alentadas por los vientos del sur, que el cielo cambiara mil veces durante el día, que esos formidables trasatlánticos, los cúmulo-nimbos, nos hicieran sentir pequeños al pasar sobre nuestras cabezas, flotando, solitarios, rodeados de azul. Y no se trata de un capricho meteorológico, es más bien una necesidad fundamental, la necesidad de sentir viva la naturaleza, sentirla imperando sobre la ciudad y las vidas de los cinco millones de personas que habitamos en ella.



Cuando los días brumosos se suceden uno tras otro, con un cielo ausente a causa de las emanaciones urbanas, comienzo a experimentar una especie de angustia, de encierro, una falta de aire, porque todos sabemos que Santiago ha sido una ciudad construida de espaldas a la naturaleza, como un organismo aislado que desestima cualquier interacción con lo que existe más allá de sí. La ciudad, como una mancha de cemento que se extiende por el valle central, quiere vivir bajo sus propias reglas, taparse la mirada con las manos como lo haría un niño y olvidar que está inserta en un sistema mayor.



Basta con observar cómo evita la construcción y la mantención de los parques, cómo ha borrado el rastro de este valle, tal como era antes que la multitud pisoteara diariamente su suelo pedregoso, cómo enfrenta cada invierno con una deficiencia endémica de colectores de aguas lluvias, cómo priva a las quebradas, repentinamente embravecidas por una tormenta, de sus cursos naturales. Basta con percibir el desdén de sus habitantes por el río que la cruza, la codicia de las retroexcavadoras que picotean las entrañas de los cerros y, el peor ejemplo de todos, la pasividad ante la catástrofe que ha llegado a constituir la contaminación ambiental, como si la inversión térmica y la vaguada costera no hubiesen sido desde siempre parte esencial de nuestro régimen climático de invierno.



Si a esta indiferencia hacia la naturaleza se agrega la indiferencia hacia nuestro patrimonio histórico, y en especial el arquitectónico, no cabe otra cosa que concluir que nuestra ciudad se alimenta de olvido y sólo le preocupa la actualidad de sus afanes (me viene a la mente la televisión y sus reality shows), mientras las manifestaciones del cielo y las grandezas pasadas la tienen sin cuidado. Tal vez los únicos que nos remezcan, literal y metafóricamente, sean nuestros fatídicos terremotos.



Por eso, cada invierno, llevo una procesión por dentro, que enciende velas y levanta plegarias para que nuestra madre naturaleza nos recuerde seguido que estamos en su seno, a través de un majestuoso árbol mecido por el viento, de un sorprendente juego de luces y sombras, del fragor del Mapocho, del silencio de la nieve. Creo que es la mejor manera de hacerse cargo de que pertenecemos a un sistema complejo que excede con mucho el laborioso e ingenuo hormigueo de Santiago, aquel al que damos tanta importancia.



*el autor es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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