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Muerta a golpes

Me gustaría creer que la noticia del asesinato de la actriz francesa va a crear algo de conciencia sobre la magnitud y los alcances de la discriminación de género, pero me cuesta abrigar mucho optimismo en una sociedad que todavía sigue pendiente de los edictos del Vaticano -símbolo histórico del silenciamiento de las mujeres- y donde todavía se presume que la liberación femenina es un lujo que todavía no nos podemos dar.


Un energúmeno tenía que matar a puñetes a una hija de la fama para que apareciera en los medios una noticia que, en rigor, no tendría que ser ninguna novedad. La muerte de Marie Trintignant fue el trágico resultado de uno de los millones de casos de abuso que se dan en el mundo todos los días. Porque las golpizas que los hombres les propinan a las mujeres son cosa de cada minuto en este lindo planeta.



En Estados Unidos mueren 4 mil mujeres al año por esta causa: una decena de Marie Trintignant por día. En el país que nos tocó en gracia, la situación no es mejor. Dos de cada tres mujeres reconocen haber sido blanco de agresiones de su pareja. Una de cuatro ha sido agredida físicamente, mientras que una de cada tres ha sufrido maltratos sicológicos: insultos, amenazas, intimidaciones y humillaciones varias. El 70 por ciento de estas mujeres reconoce haber sufrido abusos más de una vez al año.



Para algunas, esto es pan de cada día, año tras año, y muchas veces ante vista y paciencia de familiares, amigos y vecinos que no se atreven a intervenir, o que piensan que «es cosa de la pareja», y que así ha sido desde que a Adán le arrancaron la famosa costilla. De diez mujeres violentadas, ocho son víctimas en su propia casa (Y eso que no estamos contando el abuso sexual).



Otros datos más: según la OEA, la principal causa de atención médica a las mujeres entre 14 y 44 años de edad es la violencia doméstica. La misma OEA indica que el 15% del PNB de América Latina se gasta en paliar las múltiples consecuencias de la violencia endémica contra las mujeres.



Podría seguir dando cifras, porque las estadísticas son abundantes, pero no es necesario recurrir a ellas para darse cuenta del problema. Es cosa de abrir los ojos y los oídos. Es cosa de abrir el corazón también.



Una amiga muy cercana acaba de salir de un matrimonio en el que el marido, sistemáticamente, la sometía a todo tipo de abusos. Tuvo que separarse a la chilena, claro, sin contar con el instrumento jurídico del divorcio que la pudo haber protegido legal y económicamente a ella y a sus hijos. Si en el trabajo se enteran de que está separada, se arriesga a que la despidan -sus jefes son de una poderosa secta derechista ultra católica-. El daño físico que el patán le causó en dos décadas de golpizas y pateaduras fue enorme: le afectó permanentemente la función de órganos vitales y la integridad de la columna vertebral. El daño emocional y espiritual, acaso igual de permanente, es menos visible, pero no por eso menos profundo. Estoy seguro de que cada persona que lee esta columna conocerá a alguien en una situación similar.



Persisten varios mitos acerca de este problema. El primero es que esto le pasa a unas pocas mujeres. Esto no es cierto, y lo corroboran las estadísticas antes citadas. El segundo es que se trata de explosiones esporádicas, reacciones excepcionales y poco frecuentes, debido a pérdidas momentáneas de control por parte del agresor. Los estudios indican, sin embargo, que el abuso físico se encuentra enraizado en situaciones inherentemente opresivas y violentas, donde el poder lo ejercen sin contrapeso significativo los hombres; por lo tanto, se trata en la mayoría de los casos de abusos sistemáticos y frecuentes, casi predecibles.



Como lo demuestra el caso de Marie Trintignant, la violencia doméstica no respeta barreras culturales ni sociales. La amiga a quien me refería antes es profesional universitaria, y como ella hay muchas más que siguen soportando una vida infernal sin atreverse a hacer nada, por temor a las represalias. El caso de la actriz francesa además desmiente otro mito muy extendido: que se trata de agresiones relativamente menores, que no causan mayor daño. De hecho, cerca de un tercio de las atenciones de urgencia a mujeres en los Estados Unidos se originan en este tipo de agresiones.



A pesar de que resulte difícil creerlo, no es fácil salir de este ciclo, porque la mujer al rebelarse o resistir puede desatar un grado de violencia aún mayor. El 75% de los ataques que terminan en hospitalizaciones se producen una vez que la mujer intenta acabar con la relación abusiva o estampa una denuncia. De esto se desprende que hay muchas mujeres que prefieren mantener en secreto su sufrimiento, recurriendo a todo tipo de explicaciones para justificar las huellas físicas y anímicas de su maltrato.



El abuso doméstico no se da en el vacío, sino en una dinámica más amplia de relaciones de poder entre hombres y mujeres. Hace poco se reveló en una encuesta que los chilenos tienen opiniones francamente antediluvianas acerca de los roles de género: «la mujer, en la cocina, a pata pelá y preñada». No sé si será coincidencia que estas encuestas se dieran a conocer cuando se debatía el divorcio en el parlamento. Estas opiniones, aunque no se expresen de manera tan grosera, reflejan el menosprecio que existe por los derechos de la mujer -no sólo los económicos, sino los derechos reproductivos que se reconocen en los países con los que pretendemos comerciar de igual a igual- y la falta de conciencia que existe acerca de la desigualdad de género en nuestra sociedad.



Chile es un país donde impera un machismo vergonzoso, donde la voz de las mujeres simplemente no lleva el mismo peso que la de los hombres. Como muestra, un botón mínimo. Dé usted una vueltecita por las páginas de los diarios nacionales donde regularmente se publican columnas de opinión. En La Tercera, de 17 columnistas, TODOS son hombres. En El Mercurio, entre una decena de columnistas estables, CERO mujeres. En este medio, El Mostrador.cl, que trata de marcar pautas de pluralismo, de unos cuarenta columnistas, hay ocho mujeres: Sara Larraín, Gladys Marín, Ana Luiza Machado, Clarisa Hardy, Malva Espinosa, María Isabel González, Kena Lorenzini y Alejandra Zúñiga.



Esta ausencia de voz se da en todos los medios y todas las esferas, y corresponde a una invisibilidad que es venenosamente dañina para nuestra sociedad. No saquemos como contraejemplos a la canciller ni a la ministra de Defensa, que son excepciones a una regla férrea y que tienen que andar probando que el poder no afecta su femineidad, o tolerar escrutinios pueriles acerca de su vestimenta, su apariencia física y su vida sentimental. Si hubiera igualdad, la mitad de los puestos públicos deberían estar en manos de mujeres. Ni más ni menos.



En lo que me demoré en escribir esta columna, varias mujeres cuyos nombres jamás vamos a conocer habrán sufrido la misma suerte de Marie Trintignant, alguna de ellas quizás en nuestro país. Me gustaría creer que la noticia del asesinato de la actriz francesa va a crear algo de conciencia sobre la magnitud y los alcances de la discriminación de género, pero me cuesta abrigar mucho optimismo en una sociedad que todavía sigue pendiente de los edictos del Vaticano -símbolo histórico del silenciamiento de las mujeres- y donde todavía se presume que la liberación femenina es un lujo que todavía no nos podemos dar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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