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Paradojas del pretérito imperfecto


No hay aún una historia del Chile de los años setenta. Y no puede haber historia de un pasado imperfecto que todavía sigue en algunas esferas actuando con mucha fuerza en el presente. Lo que hay es memoria, y es sin duda importante que la haya. Sin embargo, en mi opinión, se ha ido imponiendo exclusivamente, sobre todo en los medios de comunicación pero también en los testimonios individuales a través de libros y asambleas, una memoria que podríamos calificar de memoria oficial, política, institucional. Como si en aquellos años las únicas fuerzas presentes en el escenario hubieran sido los partidos, el gobierno, los militares, en suma, la Unidad Popular y la oposición en un rígido esquema de lucha por el poder.



De modo que no sólo no tenemos aún una historia seria, sistemática y elaborada de aquel período que culmina en el golpe de Estado, sino que tampoco contamos con una historia oral, una historia material, cultural que dé cuenta de lo que ocurría en el país real, por debajo y por encima de las definiciones ideológicas y políticas. Ha sobrado politología y ha faltado una buena sociología y una buena fenomenología. En consecuencia, un núcleo central de la vida chilena de entonces ha quedado sepultada bajo los escombros del terremoto de 1973, con muy pocas posibilidades de volver a emerger en la llamada memoria colectiva.



Al contrario de lo que podría aparecer hoy, en el Chile de 1965-1973 se desarrolla un amplio y profundo movimiento de autonomía de las fuerzas sociales, el cual se acelera con una rapidez casi inconmensurable en los doce meses que preceden al 11 de septiembre. Dicho movimiento abarca muchas expresiones de la vida de los individuos y las comunidades -implica transformaciones familiares, sexuales, religiosas, culturales-, atraviesa 1968 con sus reivindicaciones libertarias y culmina en los primeros setenta con el multiplicarse, hasta llegar a ser mayoritarias en muchos sectores, de organizaciones de trabajadores que poco caso hacían a las instrucciones y credos políticos de las direcciones de partidos, sindicatos y ministerios.



De alguna manera esta falencia puede explicarse por el hecho de que los largos años de represión golpearon privilegiadamente a la base social del país, ya que la clase política o se encontraba exiliada o comenzaba a reciclarse para volver a la superficie apenas fuera posible. Pero de cualquier forma y a pesar de esta poderosa inyección de terror que sometió a un pueblo entero a la mudez, es difícil encontrar una explicación de la ausencia, ya sea en estas conmemoraciones de los treinta años del golpe como en los últimos diez años, de la memoria social de centenares de miles de individuos que en aquellos años cambiaron autónomamente su visión del mundo, que decidieron no obedecer ciegamente a sus patrones, que amenazaron el poder patriarcal y que quisieron encaminarse a la construcción de un país completamente distinto al de sus padres.



Y no se trataba solamente de franjas extremistas, calenturientas o hiperideologizadas. En 1970 Chile no estaba aislado del mundo y, por el contrario, muchas de las transformaciones culturales, existenciales y laborales chilenas se medían con líneas de tendencia que actuaban en todo el mundo occidental. Chile era ya una sociedad compleja, con intereses diversificados, no la suma de una masa indistinta y una dirigencia unidimensional.



No era necesario ser mirista para sentirse parte de esta corriente que contestaba las formas tradicionales de organización social y familiar. Sin embargo, hoy día en Chile, cualquier alusión de una voz aislada a aquellos procesos que de hecho y a menudo de forma espontánea estaban independizando y liberando enormes energías sociales y estaban creando espacios completamente nuevos de vida social, de pensamiento individual y de organización de las propias necesidades, es pudorosa y vergonzantemente catalogada en la lista de los «errores» y los «excesos».



La pregunta fatal entonces es: ¿casi todos los que formamos parte de aquella corriente renovadora y utopista -una parte ciertamente no minoritaria del país de entonces- hemos interiorizado la acusación de erróneos y excesivos y nos disponemos definitivamente a bajar la cabeza y a golpearnos el pecho en silencio? Ya no podríamos reconocernos siquiera, entonces, en un pasado imperfecto, sino en un pretérito enterrado en la remota gramática de una memoria inútil.





* Profesor chileno de literatura hispanoamericana en la Universidad de Turín, Italia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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