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En defensa del viajante


Aunque no vendo jabones, ni tengo muestras de productos, las últimas dos semanas, y por motivos estrictamente de trabajo, me vi obligado a recorrer unas cuantas ciudades del sur con maletín y todo. Entre hotel y hotel me dio por pensar en la condición de este tipo de viajero laboral o viajante.



¿Quién es el viajante? Hay que diferenciar las formas de vivir un viaje que se vinculan al ocio, vale decir el turista y el viajero-aventurero, de aquellas en donde el viaje surge como un accidente o una consecuencia de otra actividad. Esta última fórmula, que se encarna preferentemente en el viaje de trabajo o en la huida, prácticamente ha desaparecido entre tanto turismo y tanto mochilero.



El viajante representa la figura de todos aquellos para quienes el viaje no es un fin en sí mismo y (por lo tanto) no encarna expectativas de nada que no sea justificar un sueldo o cumplir lo establecido de antemano. Vendedor viajero, visitador médico, mensajero, en fin; personas que generalmente caminan sin mochilas ni máquinas fotográficas; que se mueven dentro de los engranajes del horario y del viático.



Para el viajante, la espera y la llegada se resumen en habitar hoteles grandes y vacíos, en conversar con los recepcionistas o sentarse a ver «lo que están dando» en la tele; los programas de la mañana, las teleseries repetidas, lo que sea. El viajante mata el tiempo y no espera encontrar nunca afuera de su hotel lo que no encontró adentro. Esta mala costumbre, si se puede llamar así, crece a fuerza de ver siempre lo mismo y de vivir en ciudades de transito -o no-lugares-, de aprender que las plazas del pueblo son todas iguales y casi nunca vienen con amigos.



Me da la impresión que es en esta forma desinteresada de viajar -que paradójicamente le resta toda importancia- en donde la experiencia de habitar una ciudad desconocida emerge con mayor fuerza y se diferencia sustancialmente de la experiencia del turista o el viajero-aventurero que buscan a toda costa llenar de sentido los lugares que visitan.



El turista siempre le adjudica al viaje una intención externa: «quiero conocer las iglesias antiguas», «quiero descansar», «quiero salir a carretear». Así, el lugar se desmenuza en fotos, en bares o queda resumido en una playa con palmeras. Al final, solo queda una lista de lugares visitados, y las anécdotas del guía.



Una variante similar al turista es el viajero-aventurero. Este personaje se juega en transformar todo en una experiencia que cambie definitivamente su biografía. Aquí la idea es escapar del turismo para «descubrir» el verdadero lugar. Lamentablemente, casi siempre la industria ya nos hizo el trabajo y llenó los lugares vacíos de bares y hostales a la medida. A fuerza de ser diferentes, las experiencias de los viajeros-aventureros son todas asombrosamente parecidas. Mal que le pese a Kerouac, la experiencia de cambio que implica el viaje queda generalmente reducida y estandarizado a una versión alternativa del turismo. Así, aun después de haber pasado un febrero entre caimanes o dormido en pleno bosque del amazona boliviano; extraña lo odiosamente normal que puede ser todo en marzo, cuando volvemos de ese viaje que supuestamente iba a cambiar nuestras vidas.



El viajante no aspira a nada. Camina cansado del hostal al trabajo y mira las promociones en las tiendas; va al cine. No espera descansar, ni menos tener una experiencia de sentido en un lugar que a fuerza de mirar con otros ojos le parece completamente normal y despojado de interés. De tanto no mirar, el lugar se le abre en su cotidianidad, le cuenta su secreto.



Me imagino que alguna vez los hoteles de provincia estuvieron llenos de viajantes. Personas que sólo aspiraban a un buen sillón para leer el diario, o a la compañía y los naipes del recepcionista. Hoy día esta especie ha retrocedido frente a la dictadura del Lonely Planet o del combo turístico All-inclusive que llena, o pretende llenar, los hoteles.



Pero no todo esta perdido, justo cuando estaba en mi hotel de Temuco pensando en lo lamentable de esta desaparición, un señor de edad indefinida se me acerca para conversar de nada y de paso preguntarme si me gustaría jugar dominó para matar el tiempo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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