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Bertoni y las mesas de mica


Para muchos Santiago puede parecer una ciudad muy grande e impersonal, reflejo patente de todos los males del mundo moderno. Un monstruo gris, o algo parecido que da pasta para muchísimas canciones en donde se habla de la soledad del hombre, el anonimato, en fin. En la práctica, sin embargo, creo que resulta ser una ciudad bastante más pequeña y predecible de lo que se supone.



No es que pretenda reducir 5 millones de habitantes y una mancha urbana descomunal a la imagen de un pueblo campechano en donde conoces por el nombre a sus habitantes. Sin embargo, culturalmente hablando, pareciera que los espacios verdaderamente públicos (vale decir espacios de encuentro, lugares en donde se pueda ir a pasear, a conversar) son realmente pocos. Si el Santiago geográfico es enorme, el Santiago cultural es apenas un gusano largo y flaco que comienza en Providencia y que termina en Matucana 100.



Un síntoma de este reducido circuito, es la extraña facilidad con que uno divisa en la calle a los «protagonistas» de la cultura chilensis. No se trata de frecuentar tal o cual lugar de moda. Basta simplemente con ponerse a caminar por el centro o providencia. A mi haber tengo numerosos encuentros peatonales con Cazely, un confuso incidente con Manu Chao en pleno Bellavista, reiterados encuentros con Cristian Warken, Andres Wood y Alvaro Enriquez entre otros famosos. La lista es extremadamente larga, hasta el punto que he llegado a pensar que todo radica en mi afán de andar mirando para el lado y ver demasiada televisión. Si no fuera porque a muchos amigos les ha pasado lo mismo



¿Porque en una ciudad supuestamente tan grande, los espacios concurridos se reducen hasta el punto que resulta casi trivial encontrarse? ¿Que hace que cuando pensemos en pasear a un extranjero por Santiago términos siempre en una larga lista de lugares comunes?



Es fácil echarle la culpa a cosas como la falta de infraestructura urbana, la carencia crónica de espacios, o al gusto por lo feo; en suma, es fácil echarles la culpa a los urbanistas y arquitectos. Para mí que la principal culpa le tenemos nosotros. Quiero decir, la culpa la tenemos los que vivimos acá y que tiene que ver con nuestra incapacidad crónica para buscar y habitar otros espacios de la ciudad. Así, nuestros «famosos» solo parecen ejemplificar una actitud que se reparte entre todos. El gran ejemplo de todo esto es el bar Liguria: que en un mismo lugar se haya creado The Clinic, se formen y separen grupos de rock famosos, se resuelven presupuestos de películas y se agarre a puñetes el Chino Rios es demasiado.



La abundante repetición y la escasa diversidad de nuestra «geografía cultural» dan cuenta de una resistencia a todo lo que no se parezca al Santiago europeo y cosmopolita al que aspiramos o a la caricatura cinematográfica de lo que alguna vez fue. Se pasa de la piojera al bar de moda sin intermediarios.



Entre tanto lugar común -literalmente- se hace evidente un miedo a habitar (y pensar) otros espacios de la ciudad; me refiero a bares de barrio, schoperias con mesas de micas, cafetines, heladerías de barrio, en fin. Están bien los pubs o los bares con ligero toque bonaerense, pero seria también bueno reconquistar los espacios que son subproductos de nuestra modernización «charcha» antes que de nuestro celebrado cosmopolitismo. Espacios híbridos que no dudan en mezclar lo mejor de lo tradicional con la televisión satelital, el pipeño con las bebidas energéticas.



Con todo esto, se me ocurre que parodiando al grupo de los «guachacas», seria bueno crear un nuevo movimiento en defensa de los lugares imperturbablemente normales que llenan todos nuestros barrios. Un homenaje a la mesa de mica blanca de cada día. Estoy seguro que de la fauna cultural santiaguina habría unos cuantos dispuestos asumir esta tarea. De hecho, en mi lista de encuentros memorables todavía guardo la imagen del poeta Bertoni en un restaurante de Mac Iver frente a un ave-palta. Grabadora en mano -seguramente para registrar los escombros de la ciudad- como habitué de un bar que esta en las antípodas del conocido Tavelli. Cuando lo vi, comprendí su silenciosa batalla por reivindicar estas zonas indefinibles y hacer de la cotidianidad una forma de arte. Por supuesto que no hablamos de nada de esto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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