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Consumidores o ciudadanos


No parece posible, ante la necesidad de cambios más allá de la cosmética, reglar en forma parcial el marco que comprende los términos que regulan la vida de la comunidad. Será necesario antes analizar en profundidad qué es lo que ese marco contiene. Un tema que debe interesar por igual a legisladores y obedientes, a quienes administran y a los administrados, a los que mandan y a los que son mandados.



En términos políticos esto genera algunas preguntas: ¿qué somos en cuanto sociedad? -estos es: seres humanos organizados-; ¿tenemos lo que queremos?; ¿es escuchada la ciudadanía?. Más aún: ¿somos ciudadanos? Las respuestas dependerán de cómo definimos democracia y de cuál es el rol de las élites.



No citaremos a esos declarados muertos que conmovieron y fijaron los siglos XIX y XX; en cambio, aunque de modo epidérmico, recordemos a Wilfredo Pareto: «cuando una élite da señales de agotamiento, fatalmente otra tomará su lugar».



Desde el fracasado proyecto modernizador de Balmaceda, el único intento de producir un reacomodo cupular en la sociedad chilena -digámoslo- corrió por cuenta de la dictadura; lo que no significa que ese gobierno bestial haya sido positivo, que no lo fue. Pero produjo un cambio, nefasto, cuyos efectos dominan ya por dos generaciones el suceder de la república fundada por Carrera, perfeccionada por O’Higgins, Portales -que la congeló, pero le dio estabilidad- y conmovida después por Alessandri, Ibáñez y Allende. De los últimos, los dos primeros murieron en olor, si no de santidad, de historia; Allende con una bala en el cerebro, y esto fue un mensaje..



Chile debe ser el único país del mundo que vive como propio y tal como si fuera real el sueño ideológico de las bondades del mercado libérrimo. Sueña el país el sueño de la usurpada California de 1840, de 1931, de 1950, de 1990… Despertaremos, tal vez, también con un «Terminator» cruzando la reabierta entrada de Morandé 80, a menos…



A menos, quién sabe, que reconozcamos dos cosas: una, que el consenso lejos de ser divinidad mayor o menor, constituye un proceso para acotar diferencias entre aquellos que se miran y se reconocen en el mismo espejo; no es posible consensuar entre quienes bregan por proyectos diametralmente opuestos o entre quienes padecen carencias porque otros cuentan en exceso. Dos, existen contradicciones de fondo que no hacen posible -y por tanto aconsejable- el intento de caminar rumbo a una praxis amical y superadora. A menos que pretendamos imitar a los fantásticos lemmings noruegos.



En esta «democracia tutelada» que pone en evidencia el fracaso estratégico del pacto -tácito o explícito- que siguió a las jornadas que culminaron con la transición, no está demás considerar que probablemente el 55% de apoyo al Gobierno por parte de esta nación de consumidores y subconsumidores, de no ciudadanos -según sondeos recientes-, no quiere decir un 55% de apoyo a la Concertación y otros actores del tutelaje de marras.



Probablemente un análisis serio del sondeo nos diría que ese porcentaje avala los pocos actos del Presidente que indican independencia, una cierta independencia al menos, del conglomerado que administra el Estado.



Uno de los problemas de las democracias contemporáneas consiste en determinar si las personas elegidas para los distintos cargos son mandatarios de sus electores o sus carceleros, asumiendo que la ciudadanía existe y de verdad participa en tal calidad en los procesos electorales -y que aquellos inciden en forma cierta en la «marcha de los asuntos de la nación». Hay una trampa trágica -en el sentido de la tragedia griega- escondida en la definición práctica de «participación ciudadana».



Participar es intervenir, hacerse responsable; bajo ninguna circunstancia podrá significar avalar, delegar, extender un cheque en blanco, firmar un pagaré sin monto. Los ciudadanos estadounidenses, para situar el ejemplo en un lugar que gusta tanto, no extendieron un cheque en blanco a Mr. Bush, y ahora, pasada la iracundia que permitió la invasión a Iraq, eso se hace patente. Lo mismo en Italia, que despierta tras la elección del Il Cavaliere.



Si los políticos profesionales pretenden que la sociedad puede y debe ser gerenciada, ¿de qué se quejan si son tratados como gerentes ineficientes? Como la matemática, la política tiene pocas certezas, pero horizontes infinitos -sin mencionar que quizá, así como la guerra es demasiado importante para ser dejada sólo en manos de los generales, tal vez no sea del todo iluso pensar que también su trascendencia es mucha para que la «operen» únicamente los profesionales-.



Ya no bastan los trucos mnemotécnicos ni la gestualidad aprendida para la TV; acaso haya llegado el momento de volver a convertirnos en ciudadanos para navegar las infinitas fronteras de la política. Dos más dos puede no sumar cuatro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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