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Nadie defiende el banquete al que no es invitado


La mayoría de los países desarrollados han alcanzado el «éxito» gracias a la economía social de mercado, permitiéndoles un crecimiento sostenido y altos niveles de vida a sus ciudadanos. Esta experiencia ha sido recogida por numerosas naciones cuyos líderes, en otro momento, fueron enconados adversarios del modelo.



Las grandes potencias, sin embargo, no solo han incorporado regulaciones que el propio sistema contempla, sino que han adoptado otras que definitivamente se apartan de sus bases teóricas, llegando incluso a abstraer ciertas áreas y actividades de las leyes del mercado. En Europa, Estados Unidos y algunos países asiáticos, la economía de mercado no es tal desde un punto de vista puramente dogmático, y no se escuchan voces contrarias a lo que podríamos llamar «modificaciones prácticas al modelo».



En Chile en cambio, se aplica, a juicio de muchos, con un excesivo grado de ortodoxia, lo que nos lleva a mantener un debate público, donde se descalifica ácidamente cualquier medida tendiente a neutralizar las distorsiones y desigualdades, que naturalmente se producen en un mundo diverso desde el punto de vista de la apertura comercial, y en el que existen prácticas abiertamente contrarias a las leyes del mercado. Estas descalificaciones alcanzan incluso a quienes proponen mecanismos que permitirían superar condiciones de desventaja, de desigual acceso a las oportunidades y a competir con mayores probabilidades de éxito.



Los problemas originados de las distorsiones y desajustes artificiales de los mercados, como consecuencia de malas prácticas y la falta de instrumentos para neutralizarlas, se presentan en el ámbito de nuestras relaciones comerciales con otros países, generando competencia desleal, pero también al interior del mercado doméstico, situación que debería ser una preocupación prioritaria.



Algo sucede con el funcionamiento de nuestra economía, que provoca una peligrosa concentración de muchas fuentes productivas, comerciales y de servicios, que afecta la competencia y contribuye a aumentar la brecha en la distribución del ingreso. A esto se agrega que los «fusibles» reguladores no funcionan o lo hacen con graves deficiencias.



El perjuicio que provoca la concentración en pocas manos del negocio financiero, eléctrico, farmacéutico, grandes cadenas comerciales, seguros y otros, es evidente, pues amenaza la subsistencia de la pequeña y mediana empresa y en muchas ciudades del país mantiene de rodillas a comerciantes tradicionales, produciendo una competencia imposible de sostener. Igual situación se produce cuando unos cuantos poderes comparadores de productos agropecuarios, someten a miles de productores a no tener más alternativa que aceptar lo que decidan o, muchas veces, acuerden pagarles. Algo está mal.



Se dirá que la competencia beneficia a los consumidores, pero son numerosos los casos en que el mercado terminó repartido entre unos pocos y en ese momento, el beneficio se esfumó.



¿Porqué muchas personas sienten que iniciar un determinado negocio los someterá a una batalla desigual, con gigantes imbatibles y sin posibilidades de sobrevivir, aún si hacen bien las cosas?



¿Porqué en otros países prosperan con éxito las grandes empresas, pero también las pequeñas y medianas?



A partir de constatar y reconocer estas realidades, surge la necesidad de hacer un profundo diagnóstico de lo que está ocurriendo con nuestra economía, que cuando crece no lo hace para todos por igual. Poner en práctica correcciones que aseguren a los chilenos auténticas oportunidades, es el único modo de contribuir, efectivamente, a mantener un sistema exitoso en el mediano y largo plazo. No está de más recordar una de las frases predilectas de un connotado Chicago boy,que siempre repetía: «nadie defiende el banquete al que no es invitado».



(*) Diputado

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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