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Rusia: bandidos y oligarcas


Un ex guerrillero de 49 años que se alzó en armas contra Boris Yeltsin entre 1994 y 1996, un famoso bandido -lo es, realmente, desde todo punto de vista-, se convirtió en el nuevo presidente de Chechenia el 5 de octubre pasado, como resultado de las que Vladimir Putin y otros pocos se atrevieron a calificar de elecciones normales. Kadyrov es un kamikaze, al extremo de que ni siquiera él mismo apostaría un centavo por su vida. Se trata de un aventurero en el más lato sentido de la palabra -y también el primero en saber que ni su carrera ni su vida durarán mucho-. Resulta lamentable para Chechenia y los chechenios, porque esto significa que la paz no está en su horizonte cercano. Tampoco en el lejano.



Vladimir Putin, el presidente inventado por la oligarquía rusa que accedió al poder como consecuencia de la segunda guerra chechena, continuará el incesante tejer de su estrategia pacificadora, a sabiendas de que no podrá nunca alcanzar la paz allí «pues las contradicciones no lo permiten». Promovió un referéndum para la nueva constitución de Chechenia -escrita en Moscú- que prevé el mantenimiento de la república dentro de la Federación Rusa y, por cierto, fue aprobada con un consenso abrumador. Todo falso.



La elección de Kaydrov -segunda etapa de la estrategia del Kremlin- fue un triunfo obtenido de la misma forma. No importan en esta historia los chechenios; ni siquiera es claro que entren en ella. Es importante, en cambio, que el presidente Bush y el presidente Putin, piensen que Rusia y Estados Unidos están conduciendo una guerra sin cuartel contra el terrorismo internacional. Todo es lícito ante a este objetivo. Todo, falsificación de las elecciones incluida. En nombre de la democracia, se entiende.



La tercera etapa de Putin será, sin duda, su victoria en las elecciones de la Duma -la cámara baja del parlamento ruso- programada para el próximo mes de diciembre. Por último, la cuarta etapa será el triunfo plebiscitario de Putin en las elecciones presidenciales de la primavera de 2004. Los rusos lo dan por descontado y se refieren a esos comicios como la «elección de Putin».



Cualquier cosa podrá ocurrir, menos una derrota. Cualquier cosa podrá suceder, salvo que la paz retorne a Chechenia. Ninguna de las condiciones que la harían posible es respetada en esta insensata carrera de etapas emprendida por Rusia hacia la nada: una carrera sin fin.



La primera de estas condiciones necesarias para la paz sería tomar conciencia de que no se puede mantener un país, aunque sea pequeño, anclado a la fuerza dentro de otro -que además lo aborrece-. Este matrimonio entre cónyuges desiguales que se odian a muerte ha producido nueve años de guerra, de masacres, de atrocidades tan recíprocas que ya ninguno puede acusar al otro sin hacer su autocrítica. El pozo excavado entre Rusia y Chechenia es tan profundo que ni siquiera dos o tres generaciones podrán olvidar lo sucedido.



Si esta constatación es válida para todos los pueblos, lo es más aún para uno guerrero como el chechenio, familiarizado con las armas desde que tiene memoria. Imponerles el estatus de ciudadanos rusos equivale a declararles la guerra todos los días, y recibir a cambio sangre y terror.



Habría un único modo de obtener el fin de las hostilidades del terrorismo: exterminar a los casi 600 mil chechenios que todavía pueblan aquel territorio golpeado y deportar a los que queden en otras zonas. Es la solución que Stalin puso en práctica con algún éxito. Pero en las condiciones actuales es impracticable, esencialmente por razones internacionales.



George Bush no movería un dedo por impedirla -quien organizó una guerra como la de Irak, no se detiene frente a minucias-, pero el resto de Occidente tendría numerosos problemas para hacerla digerir a su opinión pública. aunque lograra ponerle el bozal a los medios de comunicación como, en parte, lo ha hecho hasta ahora.



La segunda condición que Putin no quiere respetar es de carácter estratégico. La guerra contra Chechenia, iniciada por Boris Yeltsin, dejó pronto de ser un problema interno de Rusia. Probablemente lo haya sido al comienzo, cuando Estados Unidos buscaba debilitar rápidamente a Rusia después de haber logrado demoler a la Unión Soviética.



Rápidamente, porque en Washington se temía que superado el shock del derrumbe, los rusos pudieran ponerse en pie y volverse otra vez peligrosos -con o sin comunismo-. Necesitaba proceder al desmantelamiento integral, total, sin perder tiempo. Cosa que se hizo.



En este contexto la guerra chechena fue una oportunidad preciosa para desmoralizar al ejército ruso ya vencido por los golpes de su propio gobierno, pero en lo fundamental para privar al Kremlin -quien quiera fuese su ocupante- del control de los recursos energéticos del Caspio.



El incendio chechenio impidió que transitaran por aquel territorio el petróleo y el gas, obligando a forzar otros recorridos: Turquía, Georgia, Afganistán, que a su vez privaron a Rusia de royalties y del manejo de influencia política sobre los dirigentes locales.



Para tener vivo el fuego de la guerra no se escatimaron medios. Turquía tenía -y tiene aun- un papel crucial: la guerrilla chechena no habría podido sobrevivir sin la ayuda, el dinero y las armas entregadas por turcos y azerbaijanos. Tampoco sin el dinero de Arabia Saudita. Y los servicios secretos de estos tres protagonistas externos, actúan bajo el control de la inteligencia estadounidenses. No hay ninguna duda de que EE.UU. promovió y sostuvo la guerrilla chechena contra Moscú. Continuar aseverando que Chechenia es un problema interno de Rusia -como Putin no se cansa de repetir- significa dos cosas: ignorar las reglas más elementales de la geopolítica o interpretarlas para que sean funcionales al mantenimiento de las elites en Moscú -que están demoliendo el Estado ruso-.



Elija el lector el camino que le parezca más realista. Si Putin quisiera arreglar el problema checheno no tendría más que enfrentar directamente a George Bush, quizás a puertas cerradas, y exigir que Washington cese su ingerencia. Pero no lo ha hecho. Todo lo contrario, su doctrina militar reorganiza a las fuerzas armadas rusas para luchar contra el terrorismo internacional. Lo que quiere decir construir un ejército profesional capaz enfrentarse cuerpo a cuerpo contra la población del propio país.



La tercera y última condición, que aparentemente no es tomada en cuenta por el Kremlin, es la existencia de una gran diáspora chechena en Moscú y en toda la Federación Rusa. Una diáspora muy poderosa, bien ligada a los poderes moscovitas y tan corrupta como ellos. Cada intento pacificación real debe contar con el consenso de esta diáspora. Pero los ricos chechenios de Moscú y San Petersburgo tienen hacia su patria la misma actitud que los oligarcas rusos respecto de Rusia: unos y otros prefieren que su país se hunda antes que perjudicar sus intereses, individuales y de grupo. Tal como se aliaron para combatir a Yelstin y Putin, los oligarcas unidos de Rusia y Chechenia están listos para proseguir a ultranza el combate entre los rebeldes desesperados y feroces del Cáucaso y los soldados rusos, que por otra parte se han convertido en bandidos igualmente feroces.



Putin no logra finalizar la guerra chechenia porque tal vez no quiere, porque quizás no ha comprendido bien, porque en su entorno medran muchos consejeros con las manos ensangrentadas. La guerra chechena terminará, si es que termina, sólo cuando la criminalidad abandone el poder en Rusia



Periodista, analista internacional y escritor italiano, experto en Rusia y Asia Occidental

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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