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Crisis de valores


La experiencia de trabajar como asesor jurídico de varios parlamentarios y con dos gobiernos de la concertación, haciendo modestos aportes en diversas materias de relevancia local e internacional, me ha dado una perspectiva de lo que ocurre al interior de las instituciones públicas. Además, en el ejercicio de mis funciones he podido constatar la realidad de importantes empresas y otras organizaciones públicas y privadas. Conforme a esta experiencia -y otras que no señalo por atención al espacio y al tiempo- me he formado una idea, que es compartida por muchas personas de diversos ámbitos de nuestro país y en extranjero. El diagnóstico no es de mi autoría y las alternativas de solución tampoco.



Los casos de tráfico de drogas, pedofilia y corrupción en sus variadas formas, no son sólo características infames que desprestigian a las instituciones públicas. Esta realidad es una reacción del subconsciente colectivo que se ha dejado llevar por la cultura del exitismo, materialismo, individualismo, egoísmo y carencia absoluta de valores trascendentes. Los delitos, que se ventilan en la prensa y que resolverán en los tribunales de justicia, son el reflejo de lo que ocurre en un tejido social descompuesto por un sistema político, económico y cultural que ha desestimado y vulnerado la condición ética del hombre.



Es como si nos hubiésemos abandonado a la inercia de los tiempos, sin la menor condescendencia por nuestros valores superiores y supremos.



Los hechos conocidos no debieran mover a espanto, sino a reacciones constructivas. No se debe apreciar, desde ningún punto de vista, una suerte de defensa de algunas instituciones del Estado, sólo un reconocimiento de que el problema ha llegado tan lejos, que ni ellas están a salvo. En definitiva somos nosotros los responsables. La transversalidad de la crisis valórica ha estado presente en diversas agrupaciones, gremiales y otras; de una diversidad tal como agrupaciones existen. Si la familia, núcleo esencial de la sociedad, presenta situaciones que nos hacen pensar en una crisis evidente; mal podemos esperar que las otras instituciones que componen el tejido social, estén exentas de sufrir las mismas aberraciones, de las que el único culpable es la soberbia de la especie humana.



Los recientes casos de pedofilia, sin duda deben ser resueltos por los tribunales de justicia; pero no es atribución de ellos modificar en sus raíces el mal que afecta a la sociedad. En esta perspectiva, se puede presumir que todas las instituciones son susceptibles de padecer la horrorosa tendencia hacia la inmoralidad descarnada y cruel. Entre ellas, por cierto, no podemos descartar gremios, sindicatos, juntas de vecinos, colegios profesionales, medios de comunicación, fuerzas armadas y de orden, poderes del Estado y todas y cada una de las instituciones que ha creado el hombre para su bienestar y beneficio. ¿Porqué deberíamos pensar que hay instituciones inmunes a las lacras sociales? ¿No es más razonable pensar y hasta concluir, que estos hechos sean comunes a todas las entidades creadas por el hombre?.



Hace muchos años, antes de los gobiernos de la Concertación, ya se conocían o sospechaban actuaciones de importantes personalidades, cuyos actos reñían con las conductas propias del modelo que uno cree deben ser las personalidades públicas, sean éstas de relevancia política, económica, cultural, religiosa y moral.



Hoy, sin temor alguno, podemos afirmar que existen antecedentes evidentes de la vulnerabilidad de las instituciones públicas y privadas. Con relación a éstas se puede aseverar, con fundamentos poderosos, la existencia de tráfico de influencias, drogadicción, corrupción y incluso tráfico de drogas en instituciones que veíamos como irreprochables.
La tarea mediática está en las medidas administrativas, judiciales y todas aquellas que sean susceptibles de aplicar. Sin embargo, el problema requiere de un esfuerzo y determinación mayor.



La tarea está en una revolución sofisticada. Una revolución en la educación de nuestros hijos. Los hijos de nuestra tierra. Entregar sustento valórico y ético al comportamiento humano es una tarea urgente para no tener que concurrir al entierro de una sociedad que agoniza por nuestra torpeza e irresponsabilidad. Si no se da un vuelco radical en la filosofía de vida, nuestros hijos heredarán toda la basura amoral que hemos sembrado en estos años.
Es cierto que siempre han existido los delitos señalados, pero no es menos cierto que nunca como ahora se ha institucionalizado de manera tan evidente: la mentira, el consumismo desenfrenado e irracional, el engaño, la prepotencia, el individualismo, el materialismo, la vulgaridad, la inmoralidad, la brutalidad y todos los adjetivos descalificativos que usted pueda recordar.



Aún así, no debemos lloriquear sobre la leche derramada sino ponernos de pie para iniciar un largo proceso de cambios sustanciales. Esos cambios debemos hacerlos nosotros. De otra forma, y con razón, seremos los gestores de una sociedad agónica sin oportunidad de subsistir y mejorar. No es una visión antojadiza y apocalíptica por capricho, sólo basta revisar la historia universal para advertir los fundamentos de lo dicho.



Las crisis nos deben dar la oportunidad de buscar soluciones fundamentales y, en mi opinión, debemos intentar trascender a nuestros tiempos para legar a nuestros hijos la sociedad que, en nuestros sueños y utopías, sabíamos reconocer como objetivos susceptibles de alcanzar. Por omisión, autoría, complicidad o indiferencia somos todos, más o menos, responsables.



El cambio debe hacerse a partir de nosotros.



* Abogado

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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