Publicidad

La Teletón: el marketing humanitario


En estos días se alza, vigoroso, el sentimiento filantrópico de la sociedad chilena encarnado en La Teletón. Como viene ocurriendo desde hace años, se reedita esta cruzada mediático-moral que quiere mostrar al mundo lo mejor de nosotros. Personas y empresas, organismos públicos y privados, todos desfilarán por la escena televisiva para hacer su aporte entre sonrisas y «sentimientos encontrados», así la sociedad chilena exorciza sus culpas.



Cualquier posición crítica frente al evento es tildada de inmediato como un dislate, un despropósito. Sin embargo, en nombre de una mínima lucidez y honestidad intelectual, es bueno y necesario precisar algunos aspectos de este fenómeno de mediático-moral.



La moral puesta en escena por los medios, se rige por los patrones propios de la moda; esto es: lo moral es puesto en la lógica de lo efímero, la seducción y la diferenciación marginal. Al igual que el espíritu navideño o el sentimiento patrio, los minusválidos se ponen de moda. Asistimos a una moral de temporada, mínima e intermitente. Como la moda, esta nueva moral es epidérmica, superficial: no trascendente. Un niño-símbolo es el icono portador de un eslogan que movilizará la sensibilidad del público: la moral se torna en una fiesta en que se mezclan vedettes en bikinis y lentejuelas con sillas de ruedas: la lógica mediática inscribe lo moral en la modalidad del consumo de masas. En tanto entertainment la diversión diluye lo valórico, haciendo coexistir los buenos propósitos declarados por todos con lo nice and funny.



Sea que se trate de la Teletón o de alguna cruzada artística que reúna a las estrellas de la canción pop en torno a los famélicos niños de África, lo cierto es que lo que se afirma es la cultura hedonista de masas.



A la lógica del consumo y la moda, se suma la lógica olímpica: la Teletón es la tele – maratón moral, y, como tal, busca la hazaña , la meta que debe ser alcanzada. Después de un angustioso suspense de más de 24 horas, llegamos por fin al clímax de la representación y al happy ending: una cifra que cuantifica el amor al prójimo, una cifra que exterioriza la desculpabilización de todos. Todos pueden sentirse buenos. La caridad se impone sobre la justicia social. Lo sentimental, aquello que conmueve, encubre las causas sociales de los males que se quiere remediar.



Este nuevo ethos no es ni trágico ni dramático sino cool. Hoy se trata de vivir sin drama; este talante postmoderno que se expande por doquier entre los jóvenes nos parece un nihilismo de nuevo cuño. El sinsentido patético y abisal propio de los pensadores y artistas modernos žKafka, Sartre, Ionescož ha perdido su radicalidad ante la frivolidad y la apatía de las nuevas generaciones; para quienes incluso la misma necesidad de sentido se ha extinguido.



Más allá de las campañas por la vida buena, o del día sin fumar; más allá de los discursos terapéuticos y bienintencionados, la indiferencia aumenta, el ethos pragmático-escéptico se profundiza. Así, ante un marketing político cada vez más sofisticado, la cifra de votos nulos no deja de crecer y el número de jóvenes que se abstiene de votar se eleva. Esta suerte de deserción generalizada, afecta por igual a las vocaciones sacerdotales, a los registros para el reclutamiento, a los sindicatos, centros de alumnos, etc.



El capitalismo tardío ha instilado la lógica mercantil en el dominio de lo político y en el dominio cultural. Lo moralmente aceptable se asimila con prontitud a lo económicamente conveniente. Esta ecuación rige nuestras vidas y determina el conjunto de la vida social, exaltando el individualismo hasta límites no conocidos en épocas anteriores. Esta misma ecuación genera integración y exclusión.



Surge una cuestión inquietante en el horizonte postmoderno; ¿qué lugar tienen en este nuevo ethos, los marginales, los pobres, los débiles? Uno de los grandes desafíos de nuestra cultura radica, precisamente, en su capacidad para responder a la pregunta sempiterna por la dignidad humana, pues la humanidad ha conocido de sobra los horrores a los que nos puede llevar el olvido. Al periclitar los humanismos normativos de fundamento teológico o laico, persiste, no obstante, la interrogante de fondo: nuestra responsabilidad respecto de nosotros mismos, de nuestros semejantes y de la naturaleza toda.





(*) Investigador y docente Universidad ARCIS


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias