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Monseñor Ariztía y la hermana muerte


El Obispo de la Iglesia Católica Fernando Ariztía murió el martes 25 de noviembre. Murió como vivió, poniéndose al servicio de su fe. Esa misma fe que lo impulsó a trabajar incansablemente contra la muerte injusta de los perseguidos, lo llevó a abrazarla agradecido cuando llegó la hora de la partida de este mundo. Extraña fe.



Como miembro del Comité por Paz se puso en 1973 al servicio de los familiares de los detenidos desaparecidos y de todos quienes sufrían violencia en sus derechos fundamentales. A él acudían los que lo habían conocido antes como un cura «momio». Para él sólo eran hijos de Dios. Nada más. Nada menos. Con eso bastaba.



Cuando inauguró el Memorial a los ejecutados por la Caravana de la Muerte en 1973 señaló: «Que la muerte de estos cuarenta hermanos de Atacama ayude a derrotar en Chile la brutal muerte de inocentes. Ä„Nunca más!». Como siempre abogó por «la gran aspiración del corazón humano, que es también la meta final de la historia: el abrazo del perdón y del reencuentro fraterno. Se producirá así el beso de la justicia y de la paz».

Esto ya había hecho de él un hombre especial. Sin embargo la forma como enfrentó la muerte demostró su grandeza personal y la fortaleza de la fe. La recibió como, al decir de San Francisco de Asis, se recibe a una hermana. Pues la muerte está con nosotros desde el día mismo que nacemos. Y nos acompaña cada día más. Y ante quienes luchan en contra de ella, con amorosa sonrisa simplemente da toda una vida de ventaja, pues se sabe ganadora, definitiva y terminantemente vencedora.



Los hombres de fe, al estilo de Fernando Ariztía, no temen a su hermana. Por el contrario, «mueren mientras no mueren», pues para ellos la muerte los acerca a su Padre. De ahí la fuerza de los profetas que alimentaron la tradición a la cual pertenecía Ariztía. Así los describe San Pablo: «Ellos, gracias a la fe, sometieron países, establecieron la justicia, vieron realizarse promesas de Dios, cerraron los hocicos a los leones. Apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, sanaron de sus enfermedades, se mostraron valientes en la guerra, rechazaron a los invasores extranjeros, sin hablar de mujeres cuyos muertos fueron devueltos a la vida. Otros murieron apaleados y no aceptaron la transacción que los hubiera rescatado, porque preferían alcanzar la resurrección. Otros sufrieron la prueba de las cadenas y de la cárcel. Fueron apedreados, torturados, aserruchados, murieron a espada, fueron errantes de una a otra parte, sin otro vestido que pieles de cordero y de cabras, faltos de todo, oprimidos, maltratados. Esos hombres, de los cuales no era digno el mundo, tenían que vagar por los desiertos y las montañas y refugiarse en cuevas y cavernas»(Hebreos, 11 33-37).



Normalmente vivimos eludiendo la muerte. Ella es lo opuesto a la vida pues le pone fin. Luego, pensar en la muerte paraliza la vida. ¿Acaso es mentira que frente a la muerte todos nuestros esfuerzos y pequeñas ambiciones devienen tontas vanidades? Por ello es que si bien la muerte no puede ser eliminada, sí puede serlo la preocupación por la muerte. Se trata de una represión casi natural. Por otra parte, el extraordinario avance de la ciencia médica ha ido postergando nuestro inevitable encuentro con ella. A veces parece que la medicina moderna podrá detener la muerte y que ella sólo sigue venciéndonos porque el remedio o tratamiento «no llegaron a tiempo». Anestesiamos al moribundo y le decimos «mentiras piadosas». Convertimos a los cadáveres en objetos y los sacamos «por la puerta trasera» de hospitales y sanatorios para que nadie los vea.



Fernando Ariztía no pertenecía a ese (este) mundo. Lo vimos públicamente los últimos meses de su vida con la misma sonrisa de siempre. ¿De dónde venía su fe? De una vida bien vivida y de una fe inquebrantable. El psiquiatra Víktor Frankl nos recuerda que nadie puede deshacer lo hecho. Nadie puede borrar la bondad que hemos encontrado en nuestras vidas, los esfuerzos que hemos en ella realizado, ni los sufrimientos que hemos en ella superado. Nadie puede destruir eso. Luego, eso queda. La vida de personas como la de Ariztía es un monumento, Ä„un monumento que ningún hombre en el mundo puede destruir!.



Fernando Ariztía creía de veras. Pues su respuesta ante el misterio de la muerte se afirmó en el triunfo definitivo y final de la vida. Como dice el Apocalipsis, no habrá más dolor, ni luto, ni llanto, ni muerte (Apoc. 21, 4), ni se pasará más hambre ni sed, ni la naturaleza volverá a hacer daño (Apoc. 7, 16), sino que habrá un nuevo cielo y una nueva tierra (Apoc. 21, 5). Y Jesús era su utopía hecha realidad. Para él Jesús había muerto y resucitado.



Fernando Ariztía luchó contra la muerte injusta y prematura de quienes fueron y son perseguidos por sus ideas o por la violencia del hambre y la enfermedad de la pobreza extrema. Murió pidiendo que llevaran a su funeral alimentos a los más pobres. Por eso, cuándo a él le llegó la hora de abrazarse con la hermana muerte quedó indisolublemente unido a todo lo que él había amado y a todo lo que él había creído de verdad. Fernando Ariztía, hombre de fe.





(*) Director Ejecutivo del Centro de Estudios para el Desarrollo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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