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La ausencia de protección en Chile


En una sociedad civilizada la ciudadanía espera que el Estado la proteja y el Estado necesita la confianza de la ciudadanía. Aún en regímenes neoliberales como el chileno -en los que las autoridades desprecian todo lo que suene a subsidio estatal- se supone que el Estado debe protegernos de una guerra, de una epidemia o de una invasión extra terrestre. Por algo pagamos regularmente nuestros impuestos. Felizmente, no hemos llegado en Chile a alguna de esas situaciones, porque no terminaríamos bien si nuestro Estado actuara en la misma línea en que lo ha venido haciendo.



En el premio a la desprotección ciudadana y a la pérdida de credibilidad los tres Poderes compiten con grandes posibilidades y la sensación de vulnerabilidad crece aceleradamente en el conjunto de la sociedad chilena cuando, cada día, se produce algún hecho que nos golpea las esperanzas.



Cuando nuestros parlamentarios falsifican certificados de estudios, reciben coimas, se gritan en la Sala sus preferencias sexuales, se acusan de los más maquiavélicos montajes, dejan de pagar las cotizaciones a los empleados de sus negocios o carecen de la más mínima cultura o sensibilidad.



Cuando las autoridades apoyan, o son indiferentes a, las acciones de los que nos contaminan con aguas servidas, deshechos tóxicos, plaguicidas prohibidos o gases dañinos; nos cobran cuentas millonarias por servicios públicos que no funcionan y nos inundamos en invierno; nos venden casas que se gotean o usan nuestros alcantarillados para botar sus deshechos industriales.



Cuando nunca se sabe quién asesina a nuestros hijos, los jueces se defienden y reproducen a sí mismos, nombran notarios a sus parientes y encarcelan a periodistas.



Nos sentimos indefensos e irrespetados cuando la clase política cambia de opinión, o de «sensibilidad», de un día para otro, ya sea por «un error comunicacional», falta de lectura o ignorancia en relación a aspectos tan vitales como nuestra salud, nuestra vejez, la educación de nuestros hijos, o nuestras libertades cívicas.



El Ministerio de Salud es un ejemplo en este sentido y algunas de sus sentencias llegan a producir escalofríos en los ciudadanos más informados, ya que las grandes mayorías tampoco tienen el privilegio de ser protegidos con información objetiva, completa, disponible y veraz. Pero aún, sólo con la información parcial que aparece en nuestra TV, nos sentimos sobrecogidos al observar como un subsecretario de Salud y un ministro del Trabajo se tragan sendas hamburguesas chorreantes, pese a la esporádica intoxicación de niños con éstas y a la obesidad precoz que nos causa la comida chatarra; y mueren bebés por una bacteria que está en el hospital, confunden un conducto de oxígeno con uno de gas, reparten arroz podrido a escolares, discuten un Plan Auge que no se sabe cuánto cuesta ni en qué consiste o vemos, agotadoramente, al ministro Artaza acariciando a un bebé mientras gasta millones de nuestros recursos destinados a salud.



Este cuadro amenazador se termina de completar cuando el Ministerio de Salud autoriza -sin consulta y sin condiciones- el consumo de ingredientes transgénicos en la fabricación de alimentos para bebés. Y de esto tampoco tenemos información: las autoridades de salud no la entregan o no la saben y no existe en los etiquetados de nuestros alimentos.



En cambio la estadounidense Federal Drug Adminstration (FDA), organismo que controla la sanidad de los productos alimenticios y medicinales en ese país, exige a los proveedores de alimentos que incluyan en las etiquetas de sus productos la cantidad de grasas transgénicas que éstos contienen, debido a que considera que éstas «no son saludables por surgir de la hidrogenación de los aceites vegetales, teniendo así incidencia en las enfermedades coronarias», lo que ha llevado a varias empresas norteamericanas de alimentos a eliminarlas de sus productos, los que indican en su etiquetas «libre de grasas transgénicas» (transfat free)



Otros expertos informan que las bebidas ADES son un producto compuesto de soya transgénica, jugos de fruta obtenidos por procesos térmicos y refrigerantes, azúcar y glucosa, lo que no correspondería a la idea macrobiótica que estos alimentos tratan de infundir. Se importan desde la Argentina, uno de los mayores productores de soya transgénica del mundo, -ésta representó en 2003 el 94% de los cultivos del vegetal-. Lo interesante es que, mientras este producto se consume masivamente en Chile, en Estados Unidos -el primer productor mundial-, Japón, o la Unión Europea no existe un sólo litro de leche de soya transgénica o sus derivados como tofu y yogurt. Los embutidos chilenos también contienen soya transgénica, de origen norteamericano o argentino. También las carnes en conserva, además de nitritos cancerígenos, conservantes, colorantes, pesticidas y hormonas, agrega la información.



La maizena se elabora con maíz transgénico y en Japón y Europa, el maíz transgénico está prohibido en la alimentación humana. En Japón incluso para alimentación animal. La maizena se elabora del maíz y gran parte de la industria alimenticia lo utiliza especialmente en alimentos infantiles.



En 1999, los expertos norteamericanos Daniel M. Sheehan, Director del Centro Nacional de Investigación Toxicológica de la FDA, Barry Delcos, Departamento de Salud y Servicios Humanos del NCTR y Daniel R. Doerge, de la División de Toxicología Bioquímica han planteado que se oponen a aprobar el consumo de proteína de soya, porque hay evidencia abundante de que algunos de sus componentes producen efectos tóxicos en tejidos sensibles a los estrógenos – hormona sexual- y en la glándula tiroide. Esto es cierto para un buen número de especies, incluyendo la humana. Además, los efectos adversos en las personas ocurren en varios tejidos y, aparentemente, por distintos mecanismos.



En 2001 los oncólogos norteamericanos Thigpen, Locklear, Haseman, Saunders, Grant y Forsythe concluían que algunos de los componentes de la soya transgénica «aumentaban la incidencia de carcinomas vulvares en ratas». Según otros investigadores estos componentes podrían estimular tumores cancerosos en los senos. Lo cierto es que su consumo por mujeres embarazadas podría afectar al futuro bebé en su sistema inmunológico e incluso algunos científicos concluyen que podrían producirles anormalidades urogenitales.



La última palabra no está dicha, pero a lo menos podemos concluir que no es fácil autorizar a ciegas estos alimentos por más presiones que ejerzan las multinacionales de la industria alimentaria. Si nuestras autoridades de salud no pueden sustraerse a éstas, por lo menos deben exigir información en el etiquetado para que el consumidor pueda decidir su suerte.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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