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Para convertirse en caudillo en tres pasos


El caudillo local, como animal político, es aquél que intuitivamente, sin haberlo leído jamás, sigue las pautas sugeridas en El Príncipe de Maquiavelo, con aplicación de ciertos estilos que trataré de esquematizar en esta breve crónica. En sintonía cósmica con esa obra, el cacique es alguien que sabe agradar, que sabe mentir, que aprovecha el sistema democrático representativo, binominal con la máxima astucia, con un pragmatismo que deja fuera cualquier tipo de principios, mientras sean contrarios a su máximo interés: el poder.



El paso uno de un cacique del siglo XXI es controlar las asambleas partidarias. Antiguamente existieron partidos o movimientos de cuadros, donde el poder tenía que ver con la convicción y fidelidad con los valores que se proponía como utopía social. La consecuencia era el test para un político correcto, que actuaba de forma coherente con lo que planteaba en sus discursos. Así tuvimos ideólogos, pero también grandes farsantes históricos, que vendieron una utopía mientras la traicionaban al aceptar el financiamiento externo y la conspiración en contra de la propia democracia. Hoy prima el denominado pragmatismo, que implica relativizarlo todo en función de lo que se persigue. Una versión moderna de «el fin justifica los medios».



Para controlar los partidos políticos el caudillo local debe invertir, ser muy audaz. Es cuestión de captar y movilizar en torno suyo a unos cientos de desempleados e inscribirlos como militantes con la promesa de ayudarles a encontrar trabajo. Acomodarlos en programas asistenciales. A partir de allí, cuidar que paguen puntualmente sus cuotas partidarias y contar con ellos para competir internamente. Con un contingente de incondicionales se ganan las elecciones internas, se pueden controlar las designaciones claves de un partido político. Ubicando a miembros del clan en puestos claves, en la dirigencia comunal, en la regional, se pueden asegurar las nominaciones como candidatos a concejal, a alcalde, a consejero regional y, por qué no, a diputado o senador. Manejando con rigurosidad a ese grupo de incondicionales, se pueden tener aspiraciones mayores. Basta con cuidar este pequeño grupo con recursos y favores, para que funcione como una aceitada máquina de poder para catapultarlo a otras instancias y niveles del poder.



El paso dos del caudillo local es seducir a la aristocracia política central para que lo considere, aunque lo haga arriscando la nariz. Cuando el cacique construye su base de poder local, puede patear el tablero y sentarse a negociar con peces más gordos. Ser nominado en el binominalismo asegura tener un espacio asegurado. Luego viene la campaña electoral y allí aparece una realidad que el caudillo maneja muy bien. Saber qué hacer y qué decir, reservándose el derecho a decidir lo que le convenga, a puertas cerradas y en el momento oportuno.



El paso tres es mantenerse en la retina ciudadana. El caudillo usa la receta pan y circo. Siempre listo para la foto de portada, como regla de oro evita los debates. Tampoco llama a concentraciones ni hace discursos profundos. Es sensiblero, sabe poner ojos llorosos cuando una catástrofe ocurre, así fuere por negligencia de su propia gestión. Pueden lloverle las críticas de algunos ilustres detractores, o acreedores que alguna vez le dieron crédito. Pero él no afloja, no se hace cargo de nada, ya que tiene la certeza de que la chusma a la que él llega no usa la internet, no anda navegando por la web, no debate, lee poco. Pero ve mucha tele, comenta fútbol y le gusta bailar axé o la mayonesa. Por eso el caudillo es tradicionalista en sus campañas. La receta de las oncecitas populares sigue siendo ganadora, sigue siendo rentable sacarse fotos con las señoras gordas de la punta del cerro y bailar con ellas alguna cumbia o moverles la colita. El caudillo se hace leer el tarot y lleva una pata de conejo en su bolsillo. Esa sí que es campaña política, comer empanadas p’al dieciocho, inaugurando columpios, veredas parchadas, consiguiendo salir en la tele aunque sea en un aventón con la geisha chilena.



Todo vale para el populismo, pero lo más importante es tener sangre de horchata, no contestar ni críticas ni desmentir pelambres, hay que marchar haciendo oídos sordos por el mundanal ruido. Sólo hay que cuidar a esa familia de leales amigos y amigos de sus amigos, que saben obedecer y saben callar. Porque de ese grupo depende el poder que lo posiciona en el medio nacional como un señor feudal.



Los políticos de las órbitas centrales los necesitan y los caudillos locales lo saben. Todos venden el alma por un puñado de votos. El caudillo local les ha sacado el molde y sabe cuanto calzan, con lo cual refuerza su posición local, ya que es mejor visto por la comunidad local, pues se codea con los apellidos vinosos del país y comienza a vestir trajes a la medida con tela importada, postulando a algún espacio en la farándula nacional, lo que suele ser su máxima realización personal.





Analista internacional. Escritor (narbonaveliz@yahoo.com)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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